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literatura

Le debemos todo al viejo Fuenmayor

En las dos primeras décadas del siglo XX en Colombia, en Barranquilla, ya se había consolidado la voz más auténtica y desafiante de la literatura colombiana: José Félix Fuenmayor.

Fundador de lo que luego se llamaría el Grupo de Barranquilla y contertulio de Ramón Vinyes, Leopoldo de la Rosa, Jaime Barrera Parra, José Umaña Bernal, Antolín Díaz, José Antonio Osorio Lizarazo, Pedro Juan Navarro, Castañeda Aragón, entre otros, Fuenmayor desató, porque no podría decirlo de otra manera, en sus cuentos y novelas, el esencial de la literatura que reconocemos en el Gran Caribe y acá incluyo el Sur de los Estados Unidos. Pero más allá de ese detalle escrupuloso sobre los habitantes, sus maneras y creencias, la vida cotidiana, la hermandad con la naturaleza y el mundo en general que reconocemos en esta tradición, llevó el lenguaje a un límite que hemos disfrutado en la figura más contemporánea de Raymond Carver. Lo que Carver hizo en la década de los setenta en adelante, en Colombia ya lo había hecho el viejo Fuenmayor.

Con su literatura asistimos a las cosas tal como son. No hay manera de hacerlas menos crudas para sus personajes. En los cuentos de Fuenmayor el centro se lo llevan los que pertenecen al margen, en una ruralidad primaria en la mayoría de los casos y, en otros, en el nacimiento de eso que llaman ciudad, tal como lo señala. Un hombre como Utria es constantemente burlado por sus patrones y por sus pares al querer usar vocablos más finos. El lenguaje tiene clase. Se nace en las cunas de los vocablos finos o no. De ahí que la capataza, en el relato titulado Utria se destapa, como llama Utria a la esposa del señor Manuel, al escucharle alguna expresión que no se compadecía con su condición, simplemente le suelte un “cállate animal”. Cruda como ella son los personajes de ese mundo donde la burla es pan cotidiano y donde la matonería se expone como un actuar consensuado y casi necesario para la convivencia.

Nadie puede pretender aquí lo que no es, así son la cosas, de ahí la autenticidad de la narración, de ahí, por ejemplo, que para un pobre hombre jornalero de finca, en Con el doctor afuera, su mayor posesión sea el taburete que le regaló el doctor y en el cual solo él puede sentarse. Un regalo que de inmediato sirve a su misma mujer para pordebajearlo: “Seguro que te lo dieron porque lo iban a botar”. No hay escapatoria para este hombre que tiene bien claro que no puede decir cómo son las personas y la razón es así, también sin anestesia: “A mí pregúntenme por una vaca, y ya estoy dando con las palabras que la pintan hasta mejor que un retrato.También un burro lo puedo explicar que lo reconocen en seguida solo o entre otros burros. Pero si es gente, después te salen con que como dijiste era equivocado, y es porque tú dices cómo lo viste pero no sabes cómo lo va a ver el otro; porque ni la gente está lo mismo siempre ni tampoco el que la ve está siempre lo mismo”.

José Félix Fuenmayor debería ser una celebración constante en nuestra literatura, ahí se junta el mundo que a pedazos vemos en el carnaval, el que oculta y destapa el disfraz como lo hiciera también Ramón Illán Bacca. Le debemos todo al viejo Fuenmayor.

Pero tal vez los dos cuentos más estremecedores son En la hamaca y La muerte en la calle. En el primero, la maldad se ofrece en tablas. Matea, luego de la desgracia de la muerte de su hijo y de ser un ser sin nadie en el mundo, es elegida por Temístocles para que le sirva, le haga de comer, atienda la casa, se la lleva a su pueblo en condición de compañera, sin tocarla jamás, la única vez que intenta darle un beso vomita. Tal asco le produce, pero le sirve para que lo atienda. Zapatero, Temístocles se embriaga semanalmente y al llegar a casa Matea es centro de su furia, cuando no la humilla, le pega. Ella soporta la maldad beoda del hombre, que siempre se arrepiente aunque nunca lo diga, hasta que un día compra una aguja de enfardar, aprovecha la borrachera y cose la hamaca, a la cual le vierte un cubo de agua hirviendo, sin que se escuche un mínimo quejido. En La muerte en la calle tenemos la figura del indigente más digno que hayamos leído, que guarda dinero si le sobra de lo que estrictamente necesita para el día y su única comida: el desayuno, una costumbre que no ha podido quitarse, tal como nos cuenta. Un hombre desde niño abandonado por su supuesto tío, quien luego de la muerte de la madre lo saca de la casa que compartía con ella, vendiendo todos los bienes que le pertenecían al muchacho y dejándolo en la calle para que aprendiera a ser un hombre, destino que el niño acepta y que sigue aceptando de hombre, agradecido a diario porque no le falta nada aun cuando no tiene nada de nada. Un personaje con quien los perros se portan mejor que los muchachos, de quien es víctima constante. Un cuento que nos deja en el llanto.

José Félix Fuenmayor debería ser una celebración constante en nuestra literatura, ahí se junta el mundo que a pedazos vemos en el carnaval, el que oculta y destapa el disfraz como lo hiciera también Ramón Illán Bacca. Le debemos todo al viejo Fuenmayor.

MONIQUE FACUSEH, UN RECLAMO A LA VIDA

Una muchacha lucha por hacer andar su bicicleta sobre la espesa arena de la playa, mientras cae el atardecer en la espléndida bahía de Santa Marta. La muchacha no se vence en su empeño de llegar a ver el sol naranja que se lleva el día. Del otro lado la luna le hace la venía y empieza a trepar el cielo.

Así, como esa muchacha siento la vida y la poesía de Monique Facuseh, samaria, descendiente de palestinos, quien en este último libro titulado Reveses, nos invita a una lectura vital. Ha develado en este poemario la contradicción fundamental: la vida nos contiene y nos expulsa. Entonces la voz de la poeta se ensancha para dar cuenta de ello; así nos lleva de un momento a otro, en los que precisa que la humanidad navegue en los márgenes de la misma para exprimir el instante en que puede agarrarse de ella. En el mismo plano está la muerte, como espejo o sueño, nos entregamos a ella como venganza por todo lo que nos ha sido arrebatado o por certeza, a fin de cuenta los dos lados son iguales.

Nos dice: “Me iré porque sí /porque es preciso/encarnarse en/la celeste hoja/del olvido”. Y en otro poema: “Hice de mi vida/ una religión/ y la más temible/ de todas las tormentas/ en la ciudad más/ oscura y poblada/ de la tierra:/ Mi interior”. Como con estos, con todos sus versos, Monique nos sumerge en una poesía vital, que funde la muerte en la vida, que reclama los quiebres, que da cuenta de que en lo efímero de la existencia está lo definitivo, que nos plegamos. Es lectura conmovedora, de esas que lo dejan a uno frente al ocaso, con la luna del otro lado y sobre una bicicleta.

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