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El poder presidencial monárquico en el Perú

El país otrora estrella de estabilidad política y económica en América Latina ingresa en un período turbulento de autoritarismo, corrupción y anarquía.

Pedro Castillo, Presidente de Perú.

Por: JUAN PAREDES CASTRO
Periodista y escritor

La temprana crisis profunda que atraviesa el Perú, tras un largo período de estabilidad política y económica, arroja a la luz un hecho inédito: la aparición en cuerpo entero del monstruo del presidencialismo monárquico, al que apenas, históricamente, se le podían ver las orejas, desde hace 200 años.

En verdad, hasta julio del 2022, el diseño constitucional del presidencialismo peruano estaba reservado para quien, en promedio alto, mediano o por debajo de estas dos categorías, diera la talla en el ejercicio real del cargo. Así las cosas, hemos tenido presidentes buenos o malos y que llegaron al final de su mandato bien o mal, como los hemos tenido a otros con mandatos interrumpidos por un golpe de Estado y vacancia y a otros con sus mandatos autoritariamente extendidos.

En eso reside precisamente lo que ahora se evidencia notoriamente entre nosotros: el carácter monárquico de un presidencialismo bajo el cual en la práctica están subordinados, además del militar y policial, todos los demás poderes

Pasara lo que pasase y con reformas constitucionales y todo ahí estaba el diseño constitucional del presidencialismo monárquico para que sea ocupado con el mayor esfuerzo posible de honestidad y dignidad tanto de los electores como de los elegidos.

En todos los casos, inclusive en períodos de intensa oscilación entre gobiernos militares autoritarios y gobiernos civiles democráticos, el diseño constitucional presidencial ha mantenido todas las características esenciales de un diseño presidencial monárquico, muy bien contrapesado más en las formas que en el fondo, con elementos visibles de un sistema democrático, mezcla del estadounidense y del francés, con una separación de poderes más artificial que real.

En eso reside precisamente lo que ahora se evidencia notoriamente entre nosotros: el carácter monárquico de un presidencialismo bajo el cual en la práctica están subordinados, además del militar y policial, todos los demás poderes, aun cuando en apariencia no se refleje con la nitidez con que lo refleja una situación de crisis política tan honda y grave como la que hoy vive el país.

En efecto, si en el 2011, con la elección y toma del poder de Ollanta Humala, ya estuvimos muy cerca de que este diseño constitucional monárquico del presidencialismo peruano nos llevara a una anarquía parecida a la de estos días, voces notables e influyentes de entonces como la del Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, y decisiones de corrección oportuna como la del propio Humala en su equipo político de base, se encargaron de mover el régimen muy lejos de cualquier eventual aventura izquierdista desastrosa.

Pueblo peruano

La elección de Pedro Castillo impulsada por una izquierda hábil y estratégica en usar en beneficio propio el antivoto fujimorista y la cruzada anticorrupción, para luego ver envueltos a sus abanderados líderes en el poder en actos precisamente de corrupción, nos ha puesto a comprobar, en su ineptitud, deshonestidad y cinismo, las dos caras del poder presidencial monárquico: una, la del ejercicio del poder en su más vasta dimensión, prácticamente sin balances ni controles reales; y otra, la del ocupante del cargo, premunido de la más absoluta impunidad, al punto de que la acumulación de evidencias de delitos de crimen organizado no lo hacen pasible de la más mínima sanción ni congresal, ni fiscal y ni judicial.

con una actuación ejemplar de la Fiscalía en la acumulación de pruebas contundentes contra el inquilino de Palacio de Gobierno; y con una ciudadanía sacudida por la impotencia y la decepción frente a un régimen, inepto y corrupto, dedicado a destruir 30 años de macroeconomía,

Inclusive la máxima sanción política que contempla la Constitución para un presidente en ejercicio, la de la incapacidad moral permanente, que sobradamente ahora mismo podría ponerlo en la calle y camino a la cárcel, no puede ejercerse, porque Castillo se ha dado maña para comprar, vía la concesión de obras civiles millonarias, la adhesión de un número clave de congresistas que hace imposible llegar a la emisión de 87 votos que exige la vacancia presidencial.

Con una sanción de vacancia bloqueada en un Congreso que no debería pasar por alto las más escandalosas evidencias de corrupción de un jefe de Estado y su entorno familiar cercano; con una actuación ejemplar de la Fiscalía en la acumulación de pruebas contundentes contra el inquilino de Palacio de Gobierno; y con una ciudadanía sacudida por la impotencia y la decepción frente a un régimen, inepto y corrupto, dedicado a destruir 30 años de macroeconomía, 20 años de crecimiento económico sostenido y otros 30 y 20 años de estabilidad política y social, que con todas sus ventajas y desventajas, hacía del Perú un país viable para América Latina y el resto del mundo.

Reconociéndose a sí mismo como un presidente no preparado para gobernar y echando discursos cada día por calles y plazas contra ladrones y criminales, como quien habla en la casa del ahorcado, Castillo ha colocado también a lo largo y ancho del aparato estatal y en puestos claves al ala política sobreviviente del terrorismo de Sendero Luminoso, del que él no deja de ser un representante encubierto desde sus viejos despliegues sindicalistas.

Ahí está pues muy presente en el Perú el molde y la materia de un presidencialismo monárquico como mal también latinoamericano y fuente extendida de autoritarismo, corrupción, impunidad y anarquía.

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