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Mundo

El Perú, atrapado sin salida

La desgraciada suerte del presidente Pedro Castillo de vivir en trance de inminente vacancia por un Congreso oponente que pasa por la igual desgraciada suerte de vivir en trance de inminente disolución por el presidente.

Periodista, analista, escritor, exdirector del diario El Comercio

Transcurridos siete meses en el poder, ahora bajo la confesión propia de que nunca estuvo preparado para gobernar, el presidente Pedro Castillo ha convertido a los peruanos, simpatizantes y opositores suyos, en rehenes de un proyecto político sin contenido, ni rumbo, y al Estado peruano en un activo botín de empleo y corrupción, para pagar, entre otras cosas, las oscuras facturas de la campaña electoral.

La fuerte dependencia o complicidad del mandatario con un entorno familiar y amical metido a fondo en el saqueo del presupuesto nacional, a la sombra de contratos privados con el Estado, direccionados desde el Palacio de Gobierno, y con un entorno político e ideológico comunista que maneja 37 votos claves en el Congreso a cambio de carta blanca para la colocación de empleo mediocre masivo en el aparto público, hace que Castillo luzca sentado en un mortal polvorín político.

El Congreso, único y último reducto de contención coercitiva política y legal del proyecto constituyente comunista de Castillo, dispone de todas las motivaciones y prerrogativas para vacarlo o destituirlo, pero como ello supondría un adelanto de elecciones y un eventual acortamiento del mandato de los parlamentarios, no hay votos suficientes que vayan a materializar la sanción. Un crucial mandato constitucional sujeto al cálculo salarial congresal.

Así, con semejante garantía de impunidad, Castillo agrava cada día más la condición de secuestro en el que vive el país y el Estado, persiguiendo a su turno la oportunidad que le brindan el caos y el vacío de poder para jugar su última carta: la de valerse de cualquier resorte supuestamente constitucional para cerrar el Congreso ilegalmente y someter a los demás poderes a los designios de un proyecto dictatorial marxista-leninista de imprevisibles consecuencias. Tal como lo encarnara su candidatura presidencial ante el pasivo y complaciente sistema electoral que finalmente avaló su victoria.

Al cierre de esta edición no había forma de que el Congreso, con todas las evidencias de corrupción e inmoralidad permanente de Castillo, pudiera desembarazarse de él, mientras las condiciones de poder desde el lado presidencial parecían adoptar un nuevo halo de cinismo e impunidad ante los hechos delictivos denunciados por el Ministerio Público y la prensa, los nuevos blancos de ataque de la artillería pesada gubernamental.

El Perú y los peruanos asisten en estos días al mismo desconcierto y a la misma impotencia, revestidos del mismo pánico, que caracterizó el cambio de mando siete meses atrás.

Elegido como el mal menor frente Keiko Fujimori, como ya había pasado con Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski, la llegada de Pedro Castillo al poder, en julio del 2021, trajo consigo el peor miedo que se haya apoderado del Perú desde la dictadura militar de Juan Velasco Alvarado (1968-1975): el miedo a caer bajo un régimen comunista, al más puro estilo de desastre de Cuba, Venezuela y Nicaragua.

Las razones de ese miedo enorme que entonces acababa de instalarse en el país no eran poca cosa: la democracia había superado sus peores desafíos desde el autogolpe de Alberto Fujimori, con cinco sucesiones presidenciales ininterrumpidas; la Constitución vigente venía de representar una garantía de estabilidad y predictibilidad de casi treinta años; y la economía daba señales claras de confianza y crecimiento sostenidos y sostenibles, incluso en momentos en que la pandemia del COVID-19 golpeaba fuertemente el precario sistema sanitario y las estructuras sociales, laborales y de producción de bienes y servicios ingresaban en dramática emergencia.

¿Qué disloque diabólico se había engendrado en el electorado peruano para que en un abrir y cerrar de ojos, entre la primera y segunda vuelta, se viera ante dos contrapuestas opciones presidenciales, para a la postre terminar eligiendo la peor y la más peligrosa?

La opción moderada de Keiko Fujimori, que prometía, como en sus dos candidaturas anteriores, fortalecer las instituciones democráticas y el modelo económico de libre mercado, pero sin poder desprenderse del odio y rechazo acumulados en años contra la estela dictatorial y corrupta del régimen de su padre, Alberto Fujimori. Y la opción radical de Pedro Castillo, que prometía, sin disimulo alguno, dos objetivos desestabilizadores: la convocatoria a una Asamblea Constituyente, que no existe en el ordenamiento jurídico peruano, y el cambio de raíz de la Constitución de 1993 y del modelo económico. Todo ello bajo el negado pero real ideario marxista-leninista de Perú Libre, el partido que lo postuló a la Presidencia y cuyo secretario general, Vladimir Cerrón, era no solo su mentor sino su nodriza mental de cabecera, a sol y sombra del poder.

La izquierda peruana tradicional y caviar, estructuralmente antifujimorista y estructuralmente adecuada a sus intereses, aupó tácticamente a Castillo y Cerrón, en la creencia de que ella podría manejar algunos márgenes de libertad y democracia, pero sobre todo interesada en ocupar asientos importantes en el Gobierno, como lo habían hecho con Velasco, Alejandro Toledo, Ollanta Humala y hasta Kuczynski. Ahora quedan pocos rastros de esta breve alianza envenenada contra el sistema democrático, al cual esa misma izquierda ha contribuido a deteriorar y desacreditar.

Lo que ha pasado del 28 de julio del 2021 a la actualidad, en siete meses que a muchos peruanos les pueden parecer siete largos años, es que el plan inicial de Castillo, de su primer ministro Guido Bellido y del dueño del partido de gobierno, Vladimir Cerrón, de utilizar el recurso de la negación fáctica de confianza, para disolver el Congreso, como lo había hecho abusiva y autoritariamente el expresidente Martín Vizcarra, funcionaría a la perfección en las dos o tres primeras semanas. Castillo ya no tendría que esperar que el Congreso le negara la confianza a dos gabinetes sucesivos para disolverlo, de acuerdo a la Constitución. Bastaría y sobraría el precedente de Vizcarra y su primer ministro Salvador del Solar para plantear matonescamente una cuestión de negación fáctica de confianza (darla por sentada aunque no fuera real) para terminar con los días de un poder del Estado. Lamentablemente para Castillo, Cerrón y Bellido, las condiciones para el plan no se dieron. El Congreso, aunque desprovisto de mayoría dominante, no fue el cordero manso y fácil de degollar. Desde entonces, con todas sus virtudes, limitaciones y precariedades, el Congreso se ha convertido en una piedra filuda en el zapato de Castillo. Tanto este puede provocarlo y hostilizarlo pero no disolverlo como aquél puede controlarlo y frenarlo pero no vacarlo, en una compulsación de fuerzas que los están llevando a ambos a un acelerado desgaste, en un escenario de crisis política intensa y permanente en la que el Estado, atrapado en las garras de la ineptitud y los mecanismos de corrupción del Gobierno, no ve ninguna salida en el horizonte.

Para el momento en que este análisis se publique, el Perú podrá despertar a cualquier eventualidad inimaginable. Es esta su condición histórica bajo el desestructurado sistema democrático institucional en el que vive desde hace mucho tiempo, hundiendo profundamente su suerte, como la del crecimiento económico, ante cada incursión aventurera presidencial.

Quise responder aquí a la pregunta de ¿cómo se gobierna en el Perú? Y no he podido encontrar otra respuesta que la contraria: la de cómo se desgobierna, y, lo que es peor: cómo se destruye paso a paso un proyecto político y económico estable y exitoso de treinta años.

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