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Remberto Burgos Remberto Burgos de la Espriella medicina

Mirada a los recuerdos

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Recordé su mirada y se abrieron los recuerdos de los años 70 en Bogotá, cuando éramos estudiantes. Tres muchachos de la costa enamorados de tres provincianas a quienes sus padres habían enviado a la capital, como a nosotros, a cursar el bachillerato”.

Remberto Burgos de la Espriella

Médico neurocirujano

No hay pacientes. No hay enfermos y muchos menos clientes. Hay personas que sufren una enfermedad. Esas que, ilusionadas, ansiosas y desesperadas, acuden en busca de una respuesta médica, una solución o un acompañamiento. Es lo que José Félix Patiño llamó el imperativo hipocrático: el ser humano por encima de todo. Una obligación moral con cada persona que atendemos, con cada mirada que nos topamos. La de esta joven me resultaba tan familiar… Tenía la sensación de haberla visto antes. Tuve ese deja vu, fenómeno que durante décadas hemos estudiado en neurociencias y aún no hemos podido descifrar.

Me impactó verla frente a mí, junto a su esposo, con sus manos entrelazadas. De la edad de mis hijas, llegó a mi consultorio para recibir un concepto, por recomendación de un cirujano oncólogo, quien me había anticipado su belleza, su dulzura y su fortaleza. No regresaría a su país de residencia antes de hablar conmigo. Qué responsabilidad y qué enorme gratitud por su confianza.

En la tercera década de su vida y con un cáncer de seno, el más maligno de todos, sin tratamiento curativo. Rebelde a la cirugía, a la radio, a la quimio y a la hormonoterapia, el tumor inmisericorde invadió su columna vertebral y a su paso se asentó en ciertas partes y en otras fracturó la vértebra. La médula espinal, ese cilindro de dos centímetros por donde viajan todos los nervios, estaba corriendo peligro. Era de fácil respuesta mi juicio médico. Su mirada me detuvo para dársela. Quise consultar con mis pares y hacer una junta médica para descartar cualquier concepción ligera. Si el tumor llegare a interrumpir las señales que vienen desde el cerebro, le robaría todos sus movimientos. Fase final de enfermedad.

Llegué a mi casa golpeado. Mi mujer conoce mi mirada y sabe cuándo ha ocurrido algo que me quema y preocupa. Lo describe como “los ojos chiquitos de la tristeza”. Le conté el drama de esta joven, cuán familiar me resultaba su mirada y la valentía con la que ella y su pareja afrontaban esta experiencia de vida. Al día siguiente, después de salir de cirugía, le devolví a María Stella, mi “costilla espiritual”, una llamada telefónica. Me contó que la joven que había evaluado la noche anterior era la hija de un amigo cercano, fallecido hace ya varias décadas en un absurdo accidente.

Recordé su mirada y se abrieron los recuerdos de los años 70 en Bogotá, cuando éramos estudiantes. Tres muchachos de la costa enamorados de tres provincianas a quienes sus padres habían enviado a la capital, como a nosotros, a cursar el bachillerato. Recordé las visitas dominicales al convento de las monjas en la carrera 5ª (solo las permitían cada 15 días); la celeridad por llegar a la discoteca de la carrera 13 (“la del elefante”), que abría a las 3:00 p.m.; la economía para acceder al cover (boleta de entrada), y las canciones de Nicola di Bari y “Como violetas”, el himno vespertino, un autómata en nuestra memoria. Los primeros rones y la inexperiencia de los besos con el ‘Caldas’, cuya emesis biliar marcaba un catártico imperecedero.

El padre de esta joven era uno de los tres muchachos que, juntos, visitábamos a las internas los domingos. Era el “sincelejano pintoso”, de pelo largo y pantalones adquiridos en la calle 60. El ‘tumbalocas’ del trío al que las ‘cachaquitas’ inexpertas guardaban como amor platónico y que, silenciosamente, complacía. Como el ‘toro negro’. Su novia de esa época era una morena, alta, alegre y llamativa que sus padres habían enviado a la capital desde las Ciénagas del San Jorge. Mi amigo la había capturado en su trasmallo afectivo.

El grado de bachiller nos alejó y el seminario de la facultad de medicina con su apostolado nos separó. Unos años más tarde me contaron el absurdo accidente que sufrió mi amigo. Una tarde en Sincelejo estaba arreglando un problema con la estufa y el gas. Algo sucedió, hubo un estallido y mi amigo falleció. Dejó a una niña de nueve meses (mi paciente) y a su esposa, embarazada. Con el apoyo y acompañamiento de su familia, la joven viuda, enfermera de profesión, sacó adelante a sus dos hijos. Hoy son profesionales y colombianos de bien.

Pensaba en esta historia y el río Sinú delante de mis narices y de espaldas a la sede de la CVS (Corporación de los Valles del Sinú y del San Jorge). Esta entidad también de espalda a la contaminación del río y con bien dotados recursos financieros, pero pobre en músculo moral y con directiva débil. Dejé que los impulsos me llevaran y me comuniqué con el otro amigo de aquel trío de adolescentes. Han pasado 50 años desde esa época y recordaba con nostalgia, como si fuera hoy, los domingos bogotanos y la paloma guarumera de Sincelejo “dejándome una pena”, como sucedió injustamente con la familia de mi amigo. Me estremezco en lo más profundo de mi ser.

Le conté a mi joven paciente sobre su padre. Se quebró en llanto y no pudo hablar. Desde México me escribió: “Nunca me abandonó. Con usted siento más cerca su presencia.”

Diptongo: “Querida niña: ¿puedes donar un poquito de tu valentía para las entidades pusilánimes de la región?”.

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