Jueves, 25 de abril de 2024
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Por Marco Tulio Gutiérrez

La situación actual de inseguridad y de zozobra por la que atraviesa Bogotá ha traído una serie de debates que desde hace mucho circunda los recintos académicos y profesionales, y con desespero busca encontrar una respuesta final para una de las crisis más profundas que la ciudad haya tenido que soportar en materia de orden público: por un lado, darle al ciudadano de a pie la posibilidad de defenderse de la delincuencia mediante la regulación de la tenencia y del porte de armas de fuego, así como la urgencia de generar políticas eficientes en materia de prestación del servicio de seguridad en cabeza de particulares que ayuden a la fuerza pública. Por otro lado, el papel de la responsabilidad estatal ante la desbordada criminalidad y el consecuente daño a los asociados que, inermes, son víctimas de una escalada delincuencial sin precedentes.

Nuestro sistema jurídico, específicamente el penal, ha defendido desde hace décadas una teoría dogmática del delito por la que, a la hora de estudiar la antijuridicidad de la conducta, se la ha entendido como la conducta contraria al derecho, que lesiona o pone en un peligro sin justificación alguna el bien jurídicamente tutelado por la norma penal. De ahí que, al abordar la antijuridicidad de la conducta, de manera natural se debe analizar la acción que podría estar ajustada a la ley e, incluso, se enmarca en la justificación, como la perenne institución de la legítima defensa que, en medio de las tan complejas situaciones de orden público que vivimos, se ha vuelto protagonista; son múltiples los casos registrados en titulares de prensa en los que vemos que, al ejercer justificadamente esta garantía legal, algunas personas han logrado salvaguardar su integridad y no solo frustran el acto criminal, sino que además neutralizan al delincuente.

Por años ha existido una discusión sobre el alcance de los elementos configurativos de la legítima defensa: la inminencia y la irresistibilidad del peligro inminente, y proporcionalidad a la hora de confrontar el peligro injustificado. ¿Hasta qué punto podrá pregonarse que el actuar fue proporcional? ¿Cómo establecer si el peligro era inminente e irresistible? La jurisprudencia de la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia ha sido reiterativa y precisa en fijar dichos elementos dentro del análisis legal y fáctico para cada caso; sin embargo, el problema se configurará cuando tengamos una ciudadanía armada y con posibilidad de acceso a armas de fuego o traumáticas.

No podemos desconocer que nuestra idiosincrasia es única y que nuestras formas de pensar e interactuar son bastante particulares; la esencia cultural como colombianos nos hace distintos, incluso, a los más cercanos vecinos de la región. En nuestro contexto es habitual que, en una celebración, las cosas terminen en conflicto; no en vano los días más violentos del año son el Día de la Madre y las celebraciones decembrinas, al punto que muchas Administraciones han tenido que limitar las libertades ciudadanas e imponer restricciones a la venta de licor y a la movilidad. Ahora imaginemos que los colombianos tuviéramos un libre acceso a las armas y que el porte estuviera reglamentado y permitido para que la ciudadanía pudiera defenderse.

Estamos en Cundinamarca y no en Dinamarca, un lugar en el que, pese a los dramas y horrores de la pandemia, la ciudadanía prefiere seguir de fiesta; donde, antes que vacunas, se habla de apertura de bares y discotecas; donde la gente no usa el tapabocas. ¿Queremos ahora darle armas de fuego? Creemos, sin dubitación, que dicha iniciativa es totalmente inadecuada y, a contrario sensu, lo que consideramos es la necesidad de implementar políticas serias tendientes a mitigar la delincuencia, como la urgente modernización del aparato judicial y penitenciario que facilite condenar y judicializar a los criminales, y cuya premisa sea evitar la impunidad y la total inacción que hoy en día vemos; basta con citar el caso de la persona que cuenta con más de cuarenta órdenes de captura en su contra y, como cualquier ciudadano de bien, anda libremente por las calles.

Es hora de apelar por políticas públicas en materia de seguridad que posibiliten la implementación de sistemas privados de coadyuvancia para que la Fiscalía y la Policía tengan soportes tecnológicos y digitales en la recaudación probatoria; se cuente con monitoreo de calidad y en tiempo real de todos los cuadrantes de la ciudad; se les dé la oportunidad a las empresas de seguridad privada para que funcionen como brazos civiles de la fuerza pública y cumplan con funciones de policía judicial, pues, hoy por hoy, los sistemas de videovigilancia privada de edificios y conjuntos residenciales casi nunca llegan al proceso penal por la falta de armonía entre el sector privado (empresas de seguridad) y el público (Fiscalía-Policía).

Si la Administración distrital sigue inerte ante esta compleja realidad, la tradicional dogmática de la responsabilidad estatal cambiará con respecto a la seguridad ciudadana, pues todos estos hechos son ajenos a la órbita objetiva de responsabilidad de la Administración, por ser estos eximentes dentro de la teoría del “hecho de un tercero”; sin embargo, la realidad, lejos de esta tradicional institución, nos muestra que todos estos hechos —balaceras, hurtos, fleteos, secuestros, etc.— en vez de ser aislados, están ocurriendo en las narices de las autoridades, en detrimento de los mismos principios constitucionales que garantizan vida, honra y bienes de todos los asociados. En Bogotá, todo el mundo sabe en qué lugar se encuentran los raponeros y sabe cuál es la peligrosidad de cada sector; es increíble que la autoridad distrital lo desconozca.

Recordemos que el Consejo de Estado cambió íntegramente su jurisprudencia sobre la responsabilidad estatal en cuanto a la teoría del hecho de un tercero por los ataques de la guerrilla y responsabilizó al Estado colombiano por esos hechos; en el caso particular, estamos ad portas de que pase lo mismo; más que víctimas de la criminalidad, los ciudadanos terminamos siendo víctimas de la negligencia de la Administración distrital que, por meses, en lugar de hacer frente al problema, lo ha tildado como un tema de “percepción”.