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Política

De cárceles y penas

Parodiando una frase se podría decir que cada país tiene las cárceles que se merece. La sociedad colombiana se encuentra descompuesta y eso se expresa en los centros de reclusión.

Actualmente hay 190 mil personas detenidas, de las cuales 66 mil están en detención domiciliaria y 123 mil en detención intramural; de esos últimos, 22 mil son reincidentes. Los establecimientos carcelarios tienen una capacidad para albergar a 78 mil personas privadas de la libertad, o sea que el hacinamiento es del orden del 53%, una barbaridad.

A las cifras hay que agregarle la calidad de la detención: la cárcel es una escuela del crimen y un lugar indigno para las personas. Los detenidos son privados de intimidad, humillados, amenazados, a veces violados. A las mujeres les va peor, así como a los adolescentes. El resto de la sociedad muestra indolencia. De la cárcel la persona no sale resocializada sino resentida. A ello se suma la sanción social, de la cual se encargan los medios de comunicación y las redes sociales, que realizan un linchamiento moral, en el marco de una cultura de la cancelación. Con razón decía Giorgio Agamben que “la verdadera pena es el juicio”.

Entonces la función de la pena, consagrada en el artículo 4 del Código Penal, queda convertida en retórica vacía: prevención, retribución justa, reinserción social y protección al condenado. Un mal chiste.

En realidad, la finalidad de la pena, como lo señala Foucault, es disciplinar la venganza social y castigar como dispositivo útil de disuasión; para él las penas podrían ser más benignas, a condición de que cumplan la finalidad de disminuir el deseo que hace atractivo el delito (para que la persona sea más productiva y obediente, agrega el filósofo).

Además en Colombia, a la cárcel va a parar un grupo minoritario de delincuentes: los que ellos consideran que “estuvieron de malas”, porque las tasas de impunidad son altísimas: 88% en homicidios, 97% en violación de mujeres y cerca del 100% en robo de celulares. La administración de justicia penal es casi simbólica. De esta manera hay un incentivo perverso para cometer delitos: la persona no siente riesgo cuando viola la ley. En cambio el resto de la sociedad se siente inseguro.

Frente a ello la solución no es subir las penas sino incrementar la eficacia del sector judicial, que desincentive a la persona al aumentar las posibilidades de ser pillada.

Y finalmente, cuando la persona es encarcelada, ahí entonces aparece el Inpec y el Uspec, verdaderas pesadillas. Es la fresa del pastel. La corrupción sistemática de la institucionalidad carcelaria amerita una reforma urgente y de fondo. Además tiene varios sindicatos, integrados por personal armado, lo cual es un despropósito. La reciente Ley 2197 de 2022 introdujo algunas reformas muy positivas en los artículos 62 y 63, en particular al establecer la facultad para que el sector privado participe en la construcción, administración y vigilancia de establecimientos carcelarios. Es un paso adelante pero hay que hacerlo realidad y volverlo más ambicioso, sobre todo con las formas de control más económicas y eficientes que la innovación tecnológica permite.

Sin embargo, la solución de fondo consiste en que Colombia tenga éticamente mejores personas, con conciencia de sus límites, de sus deberes y de sus responsabilidades, así como compasión por el otro. Se requiere construir una sociedad afincada en valores sólidos, una sociedad con una ética laica que promueva el respeto por los demás, por los bienes de los demás y por la legalidad en su conjunto, que permita una convivencia armoniosa; una sociedad que valore la libertad y el cumplimiento del deber. Los derechos implican deberes, como lo señaló la Corte Constitucional desde su nacimiento, cuando en la sentencia T-002 de 1992 se refirió a la educación como un “derecho-deber”: los derechos no vienen solos sino con cargas.

La única forma de promover valores, como la bonhomía y la longanimidad, entre otros, es sin duda con educación y ejemplo, en primer lugar en la familia y en segundo lugar en colegios y escuelas. Somos los adultos los llamados a sembrar estos valores esenciales. Y lo estamos haciendo mal. Por eso tenemos las cárceles que nos merecemos.

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