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Política

Los movimientos sociales: El gran desafío para la próxima década

Por Pedro Medellín Torres Lo que comienza como una manifestación […]

los movimientos sociales: el gran desafío para la próxima década

Por Pedro Medellín Torres

Lo que comienza como una manifestación pacífica contra el estado de cosas, se convierte en un movimiento que en la calle, demuestra cuán rápido se resquebraja un sistema político

El mundo vive un nuevo clima de conflictividad social. La combinación de las formas de expresión pacífica de la indignación ciudadana, con las prácticas más degradadas de vandalismo y violencia social, se ha convertido en un hecho recurrente en los más disímiles regímenes políticos. En Francia, la acción de los chalecos amarillos han puesto a raya las reformas del gobierno de Macron; en España, cuando no son los independentistas catalanes los que ponen a raya al gobierno, son los agricultores que hacen sentir toda su capacidad de presión; en Holanda y Austria, las movilizaciones ecologistas están modificando la agenda política; en Irak cientos de mujeres tienen hace más de cinco meses contra la pared al gobierno de Bagdad.

En todos los casos, con más o menos diferencias, lo que comienza como una manifestación pacífica contra el estado de cosas, se convierte en un movimiento que en la calle, demuestra cuán rápido se resquebraja un sistema político. Frente a las movilizaciones sociales, los políticos no se dan cuenta de lo sucedido. No captan la naturaleza del movimiento que se estaba gestando, ni sus formas de expresión pacífica o violenta. Mientras los opositores aprovechan esas expresiones para mostrar hasta dónde ha llegado el malestar social contra el Gobierno, los gobiernistas lo reducen a simples maniobras de sus enemigos políticos. A pesar de la evidencia, ningún político se siente aludido por las protestas sociales. Nadie se creía cuestionado. Para todos, era una manifestación más.

Pero no se trataba de una protesta cualquiera. Si bien entre los manifestantes se encuentran desempleados y pensionados, también allí concurren profesionales, estudiantes universitarios, empleados y trabajadores por cuenta propia de todas las edades, orígenes y estratos sociales. Ya no son sus reivindicaciones las que los unen. Ahora es la rabia y el descontento lo que los mueve. No salen a las calles o van a las plazas a protestar por asuntos determinados. Van porque se quieren encontrar, dialogar en torno a los problemas que viven y las soluciones que se pueden encontrar. Y, sobre todo, porque buscan hacerse sentir como una fuerza con la que se debe contar.

Es bajo novedosas formas de deliberación política, que cuestionan la calidad de los políticos y sus políticas; la interferencia de sus intereses en la confección de las leyes o en la gestión de los asuntos públicos; señalan a los corruptos, les exigen rendición de cuentas y presionan para que las acciones del Estado sean más justas y redistributivas, pues lo consideran artífice de la exclusión social. Pero sus exigencias por una democracia real adquieren la forma de la demanda efectiva de una revolución ética. Ese es el punto crucial. Los movilizados en las calles están exigiendo a los políticos hacer las cosas correctamente, proceder honestamente. Ese es el parámetro que exigen y por eso salen a las calles.

los movimientos sociales: el gran desafío para la próxima década
Es el marco en el que se producen y desarrollan movimientos como anonymous, a escala mundial en defensa del acceso a la información; los indignados, primero en Madrid y luego en las principales capitales europeas, como forma de protesta frente a la manera cómo los políticos han gestionado sus países; o los trascendentes movimientos de la “primavera árabe”, que cambiarían para siempre la historia de sus países. Se trata de potentes formas de movilización social en que los mecanismos tradicionales del control gubernamental, fueron desbordados por una sociedad que se comunicaba a través de las redes sociales, y que gracias a ellas se constituyó, expresó y movilizó con otros códigos y otra racionalidad antes no conocida.

Pero si allá llueve…

Pero no se trató de un movimiento social que se quedara en Europa o en el norte africano. También en América Latina, se produjo con toda su fuerza. En Venezuela, convirtieron las calles en el terreno político que puso a la dictadura contra la pared; en Puerto Rico, las movilizaciones en protesta contra las actitudes del gobernador, terminan con su salida del cargo; en Bolivia, la presión ciudadana contra el fraude en las elecciones presidenciales resulta crucial para terminar con más de 15 años de gobierno de Evo Morales; En Ecuador, la durísima respuesta social llevó al gobierno no sólo a cambiar temporalmente la sede de gobierno, sino finalmente obligó a al Presidente a reversar las medidas de ajuste Fiscal; en Chile, el radicalismo y la dureza de las protestas sociales sólo ceden en el momento en que se llegó a un acuerdo para cambiar la Constitución política; Y en Colombia, obligan a una conversación del gobierno con los sectores sociales, que lleve a una agenda de reformas que resuelva los problemas de inequidad e injusticia social.

En todos los países, la combinación de formas pacíficas de inconformidad e indignación social, con duras muestras de violencia y vandalismo, marcan la entrada de los países de la región en esa ola transformadora de la indocilidad social que, en los últimos diez años, se ha extendido, exigiendo cambios políticos e institucionales, por todo el continente.

Es evidente que la eliminación de subsidios, el desmonte de programas de ayuda económica o social a los más pobres, o el aumento en la tarifas del sistema de transporte masivo, se han convertido en las medidas que han detonado la explosión social en la región. Pero eso no significa que esta vez estemos ante un estallido social episódico, ligado a las movilizaciones tradicionales de las organizaciones sociales o a las reivindicaciones corporativas de los movimientos sindicales, que durante años se han producido en rechazo a las medidas tomadas por los gobiernos de la región.

Ahora, estamos ante una explosión política y social muy di

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stinta. Primero, porque está involucrando personas de todos los estratos y condiciones económicas y sociales que, ante una situación que consideran inaceptable, se comunican, reconocen y movilizan como iguales ante un estado de cosas que no aceptan. Segundo, porque se trata de una movilización de gran magnitud en la que los ciudadanos, de manera espontánea y sin una conducción clara, ni un liderazgo definido, han hecho sentir su indignación; y tercero, porque ya no están atacando las decisiones del gobierno de turno, sino que está cuestionando un orden de cosas que considera injusto y desproporcionado. Injusto porque cualquiera que sea el lugar que ocupe en la sociedad, los ciudadanos, además de reconocer que las brechas entre los más ricos y los más pobres han aumentado, sienten que cada vez le resulta más costoso y más difícil vivir en el país. Y desproporcionado, porque son conscientes de que el mayor peso económico y fiscal para sostener al Estado, recae especialmente sobre las clases medias y los trabajadores independientes quienes son los que terminan aportando los mayores recursos al Estado, mientras que los grandes capitales reciben toda clase de exenciones y beneficios.

El problema está en que esas reclamaciones no sólo han elevado el nivel de tensión y conflictividad social que viven los países de la región. También está la explosión social que se ha producido en un momento en que los Estados parecen incapaces de dar una respuesta rápida y efectiva a las demandas ciudadanas. Y esa no es una buena noticia. La razón es simple: no hay evidencias de que se trate de movimientos que después de alzarse contra la injusticia y de crear la sensación de que los cambios son posibles, se vayan a desvanecer.

No hay duda en que estamos ante una ciudadanía en la que ya nadie está dispuesto a detenerse. No sólo porque la proliferación de los programas asistenciales que transfieren dinero directo a los más pobres (a cambio de muy poco o nada) o los programas de empoderamiento social, aunque han contribuido a mejorar las condiciones de las personas, también los ha hecho titulares de unos “derechos” a los que ya no están dispuestos a renunciar y que por el tamaño de la población atendida, los gobiernos tampoco pueden acabar. Y la gente lo sabe. Y por eso han salido a las calles. Y allí, se han dado cuenta que, como lo analizan Negri y Hard en su libro Asamblea (2019), los mandatos de los políticos “son revocables en cualquier momento”. Y en este propósito, ni ellos ni nadie están dispuestos a ceder en sus pretensiones.

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¿Pero de qué movimientos sociales hablamos?

En América Latina, al igual que en la mayoría de los casos europeos, no se trata solamente de nuevas formas de expresión social. Estamos ante movimientos cuyas bases han sido completamente removidas. Ya no están organizadas como rígidas estructuras verticales de poder, unificadas en la cúspide, y con reivindicaciones predeterminadas, que podían estar adscritas a una organización política o social, con una identidad política e ideológica bien determinada, como lo estaban en el pasado.

A diferencia de los modelos verticales y concentradores de poder como los que rigieron las organizaciones sociales desde los años sesenta, los de ahora son movimientos sin liderazgo reconocido, sin jerarquías definidas, ni estructura organizativa interna. Los que se movilizan se muestran reacios a estructuras jerarquizadas y sin la pretensión de pertenecer a organizaciones políticas reales, del signo que sean.

Son los llamados “movimientos sociales horizontales”, en los que cada quien puede asumir cualquier papel o función que la protesta requiera. O más precisamente, como analizan Negri y Hard en su libro, son los movimientos en los que rigen “formas más plenas de participación en las que los papeles son iguales e intercambiables”… [y en las que]… “La toma de decisiones y la asamblea, no precisan de un gobierno centralizado, sino que la multitud, puede lograrlas de manera conjunta. Por supuesto, seguirá habiendo cuestiones que, por su urgencia o naturaleza técnica, necesiten de diversas formas de toma de decisiones centralizada. Pero tal ‘liderazgo’ debe estar constantemente subordinado a la multitud, desplegado y desechado según dicte la ocasión”.

El desafío de los “movimientos horizontales”

Es evidente que estos movimientos han surgido del fracaso y desencanto producido por la falta de respuesta obtenida en reclamaciones anteriores. El principio que mueve a los nuevos movimientos no puede ser más claro: el reformismo es imposible como alternativa de solución a los problemas que aquejan a los ciudadanos. O más precisamente del fracaso de las reformas institucionales como respuesta a las exigencias de reducir la injusticia y la inequidad social.

Es por ello que los movimientos sociales busca instaurar contrapoderes que conduzcan a un cambio real. No se trata ya de un problema de apropiación tecnológica, sino de una búsqueda de formas de organización no jerarquizada, regidas por un ideal democrático y horizontal. Su lema y reivindicación principal, “democracia real ya”, cuestiona las bases mismas del sistema. Deja ver que los partidos políticos ya no son solo los canales adecuados para representar a los ciudadanos y movilizar sus intereses. La diversidad de reclamaciones y las soluciones que plantean muestran qué tan lejos están de las preocupaciones y los intereses ciudadanos y qué tan próximos están de ser esa forma de representación a través de la cual los grupos sociales se pueden expresar políticamente como una fuerza articulada en torno a un conjunto de intereses y a una idea de sociedad.

El hecho de tener que salir a tomarse las calles revela que el sistema político está presentando los primeros síntomas de la crisis de representatividad de los que toman decisiones y actúan en ellas “en nombre y por cuenta de otro”.

Los movimientos sociales horizontales, se constituyen en la pieza que va a completar el puzzle que cierra el cambio en el orden social. Para los gobiernos va a implicar nuevas formas de gestión pública: desarrollo de tecnologías de gobierno abierto y la necesidad de llevar su trabajo a las calles, puesta en marcha de programas de rendición de cuentas y transparencia pública, y la estructuración de nuevas formas de interlocución ciudadana. La representación política va a estar más en representación territorial, que en la organización partidista. La nueva configuración del poder político se producirá en las regiones. Es allí en donde tendrán lugar los grandes espacios de deliberación y producción política. Y todo eso va a llevar a un cambio sustancial en los partidos políticos y las organizaciones sindicales como formas de representación corporativa. En las nuevas condiciones serán los receptáculos de propuestas ciudadanas de acción pública. Si la revolución tecnológica significó el primer paso del final del sindicalismo, la cuarta revolución industrial será el fin del sindicalismo tal como lo conocemos. Del corporativismo de los trabajadores vamos a pasar al asociacionismo ciudadano. Lo dicho. Los movimientos sociales horizontales, pondrán el sello del nuevo orden social que regirá el mundo.

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