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Política

Una causa común

Por Carlos Negret Defensor del Pueblo La defensa de los […]

 Una causa común

Una causa común

Por Carlos Negret
Defensor del Pueblo
La defensa de los derechos humanos es, sobre todo, la defensa de la vida como valor fundamental para el ejercicio de los derechos. Por lo tanto, defender a quienes dedican su vida, esfuerzos y emociones a defender los derechos de todos, debe ser un imperativo moral de toda la sociedad

En estas líneas quiero demostrar que después de cuatro años, la firma de un acuerdo de paz y el tránsito de dos gobiernos diferentes, el pueblo colombiano, que hemos descrito en innumerables oportunidades como una sociedad quebrada por la polarización, tiene una causa común: la defensa de la vida de los líderes sociales y defensores de derechos humanos. Un ideal que hemos perseguido por años y que nos cuesta reconocer porque actuamos bajo la equivocada visión de que pensar diferente y tener convicciones distintas de lo político, nos tiene que poner en orillas éticas y morales distantes frente al valor esencial de la vida. Ello no debe ser así, pues no importa cuán difíciles sean las circunstancias, debemos ser capaces de reconocernos como iguales, ética y moralmente frente a la protección de la vida.

Desde el mes de agosto del 2016 le propusimos al país que la Defensoría del Pueblo se transformara en una institución esencial para la construcción de paz en el país. Le propusimos volver visibles a los invisibles y acompañarlos por ríos, trochas, caños, veredas y barriadas. Llegar donde nunca había llegado el Estado.

En ese trasegar era necesario entonces encontrarnos con líderes sociales y defensores de derechos humanos como principales aliados para este propósito. Por eso iniciando 2017, cuando empezamos a observar un fenómeno de violencia ascendente en su contra, decidimos advertir que este fenómeno de violencia podría recrudecerse con la reconfiguración del conflicto y la implementación del Acuerdo Final especialmente en los territorios funcionales a las economías ilegales.

Un panorama grave

Sin duda, las circunstancias y los hechos nos demuestran que la situación no es sencilla. Son 588 vidas de líderes sociales las que han sido silenciadas de forma violenta desde el primero de enero de 2016 hasta el 31 de enero de este 2020. Esta documentación de casos por parte de la Defensoría se hace sin valorar las condiciones de tiempo, modo y lugar en su ocurrencia, constatando, eso sí, la condición de liderazgo o la labor de defensa de derechos humanos de la víctima. Es decir, no se evalúan los móviles o motivos por ser ello una competencia exclusiva y excluyente de la Fiscalía General de la Nación.

Y el panorama es grave también porque las amenazas, más de mil, se han vuelto parte del paisaje de la violencia en el país. Es una modalidad utilizada para intimidar y reprimir la libertad de sus destinatarios y una condena a vivir con miedo. Siempre lo he manifestado: a los panfletos y las amenazas hay que creerles. Y lo digo para que las autoridades no hagan juicios de valor para emprender acciones preventivas, pues detrás de una amenaza lo menos qué hay es una mente humana nefasta con intensiones de restringir la libertad y eso no es menor. En ocasiones, por ejemplo, se puede pensar que las amenazas no provienen de grupos armados con capacidad de generar daños a los amenazados, sino que es un medio para tramitar retaliaciones en su contra por circunstancias ajenas al conflicto. Y mi postura es, aún así, se debe investigar, juzgar y sancionar esa conducta, pues en una democracia es inadmisible que los conflictos se tramiten a costa de la paz y la tranquilidad de todos.

También nos preocupa el aumento de la violencia contra las mujeres lideresas y defensoras de derechos humanos. Por ejemplo de 2018 a 2019 el aumento no es solamente en términos absolutos sino también relativos. Pasamos de 12 a 19 mujeres lideresas y defensoras asesinadas, esto es 63 % más. Pero adicionalmente en 2018 los homicidios contra mujeres fueron el 6,5 % del total de homicidios, y en 2019 pasaron a ser el 16 %.

Desde la Defensoría del Pueblo hemos documentado estas expresiones de violencia para poder comprender el fenómeno y hemos arribado a algunas conclusiones.

Primero, la violencia se encuentra concentrada esencialmente en los territorios que hoy son objeto de disputa por parte de los grupos armados por su valor estratégico para hacer la guerra y lucrarse de economías ilegales como el narcotráfico, la minería ilegal, el contrabando, la sustracción ilegal de hidrocarburos, la trata de personas, etc. Tal es el caso de regiones como el norte del Cauca, la costa pacífica Nariñense, el bajo Cauca antioqueño, el sur de Córdoba, el Catatumbo o el Bajo Atrato.

Segundo, en estos territorios históricamente las personas defensoras de derechos humanos han desempeñado un rol esencial en la denuncia y exigencia de garantías para el ejercicio de los derechos humanos. Pero en este momento particular de nuestra historia democrática están además adquiriendo un rol esencial para la implementación del Acuerdo Final para la terminación del Conflicto Armado y la Construcción de una Paz estable y duradera, pues los programas dirigidos a la reparación integral de las víctimas, como el Sistema integral de Verdad, Justicia, Reparación y Garantías de No Repetición, así como los que fueron erigidos para construir una paz positiva y estructural, como los planes de sustitución de cultivos y los planes de desarrollo con enfoque territorial, dependen de su desempeño.

Tercero, hay un factor cultural y social de vulnerabilidad que potencia el riesgo de violencia para este grupo poblacional. Se trata de la estigmatización materializada en prejuicios frente a la labor de defensa de los derechos humanos y el liderazgo social, la cual determina un atajo para los agentes violentos al momento de seleccionar el mecanismo de intimidación a la población civil.

Cuarto, el asesinato de líderes sociales y personas defensoras de derechos humanos, además del drama personal y familiar, tiene profundos impactos en lo social, por cuanto arriesgan los procesos colectivos en torno al acceso a los derechos.

En conclusión, este es un fenómeno de violencia prototípico ante un escenario institucional y social complejo originado en el momento cero de construcción de paz, donde los actores armados, incentivados única y exclusivamente por la explotación egoísta de las economías ilegales, enfilan sus armas en contra de quienes son protagonistas en el tránsito a un nuevo estado de la Nación.

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Acción colectiva por la vida

Un lector desprevenido y descontextualizado de la realidad podría concluir que este panorama desolador y turbio, manifiesta la negligencia e indolencia de la sociedad y el Estado. Pero los hechos demuestran lo contrario.

En primer lugar, porque la sociedad civil y la opinión pública en términos generales se ha movilizado con ahínco para rechazar los homicidios contra defensores. Lo han hecho en las calles, las redes sociales y los medios de comunicación. Lo han hecho a través de manifestaciones públicas, el arte y los editoriales periodísticos, todos los sectores de opinión.

En segundo lugar, porque las instituciones del Estado no han escatimado esfuerzos para hacer frente a la violencia contra líderes sociales y defensores de derechos humanos. Por ejemplo, la Procuraduría y la Defensoría han actuado de consuno para promover su reconocimiento en los territorios y exigirle a las autoridades, especialmente territoriales, proteger su vida e integridad como principal tarea. O la Fiscalía General de la Nación que ha adecuado su marco metodológico en las investigaciones criminales para auscultar al máximo si la ocurrencia de hechos de violencia contra defensores de derechos humanos se dan como retaliación al ejercicio de sus funciones. Compromiso que también lo refleja el proceder del Gobierno nacional, tanto el actual como el anterior, en la formulación de políticas públicas, marcos normativos y estrategias de articulación y coordinación institucional, para promover la protección de la vida de los líderes sociales.

Y, en tercer lugar, porque la comunidad internacional rodea los liderazgos denunciando el riesgo al cual se encuentran expuestos, acompañándoles en los territorios y sirviendo como auditor de los esfuerzos estatales para para cesar esta violencia.

Por supuesto, los hechos demuestran que el esfuerzo no ha sido suficiente. Queda un largo tramo por recorrer hasta que el número de muertes sea igual a cero, pero con convicción y persistencia sin duda lo lograremos.

Ahora bien la polarización es una narrativa, una grieta que nos han querido instalar en el imaginario de la opinión pública, que resulta muy conveniente y efectiva para la adopción de posturas en el escenario político electoral. Tiene unas consecuencias nefastas para la convivencia porque promueve la estigmatización. Bajo esta lógica hemos permitido que los actores violentos nos acorralen como sociedad en un falso dilema: no podemos ponernos de acuerdo en rechazar y perseguir la muerte de líderes sociales y defensores de derechos humanos, porque estamos en desacuerdo con todo lo demás desde el punto de vista social, económico y político.

Pero por suerte, esa narrativa no es un sentimiento de todos los colombianos. La esperanza de vivir en paz es compartida, independientemente de las posturas políticas de cada persona.

Por esta razón mi propuesta es clara. Respetemos nuestras diferencias y asumamos que podemos coincidir en una causa común por nuestra Constitución, nuestra democracia y nuestra sociedad: defender la vida por sobre cualquier cosa.

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