La escritora de ‘Bienvenido mal, si vienes solo’ vuelve a la escena literaria con su segunda obra: ocho historias bajo el título ‘Si hasta Jesús pecó’. Jacqueline Urzola y la catarsis de voces femeninas de su nuevo libro
Por: Ana María Vásquez Caro
“El recuerdo más nítido que guardo de mi infancia es el de la distribución del poder. Mi mamá lo detentaba con absoluta autoridad: mandaba a mi papá, a sus papás, a mis abuelos Pita y Alfredo, separados después de muchos pleitos a los 20 días de mi nacimiento, y, por supuesto, mandaba a María de Jesús, mi humilde y abnegada abuela paterna. Mi aya Esther mandaba a los demás empleados de la casa: dos saleras, otra niñera, una cocinera, una lavandera, un chofer, un celador y un jardinero. Y yo mandaba a Ester”.
Este es un párrafo de ‘Bienvenido mal si vienes solo’, el primer libro Jacqueline Urzola. Las frases describen bien el contexto en el que se crió esta sucreña que se reconoce de vocación tardía como escritora, aunque durante varios años publicó artículos en la revista ‘Gatopardo’, ‘Dinero’ y otras publicaciones.
“Tenía el gusanito adentro, pero estaba más enfocada en orientar a mis hijos (Josefina y Enrique) acerca de sus vocaciones. Finalmente, un día decidí transcribir lo que hablaba. Soy muy habladora, había oído toda mi vida y guardaba mucho en mi memoria”.
Así llegó ‘Bienvenido mal, si vienes solo’, libro al cual los críticos literarios le dedicaron frases muy halagadoras. Ahora, tres años después de ese debut, confirma su oficio como tejedora de palabras con una segunda obra, presentada en la más reciente versión del Hay Festival de Cartagena. Le puso un título muy atractivo, ‘Si hasta Jesús pecó’, que como era de esperarse, le ha traído algunos malos entendidos.
“En los días de la presentación, me escribió una prima y me dijo: ‘Mira el lío en que nos has metido. Me están llamando para preguntar que si tú eres atea o no eres católica’. A mí, hasta versículos de la Biblia me hacían llegar. Hasta insultos me lanzaron, porque Jesús nunca pecó. A mí me sorprendió que la gente pensara eso, y me ha tocado explicar que simplemente es un dicho que he oído desde chiquita en Sincelejo. Es una de esas cosas que se quedan en el subconsciente. El título me parecía divertido, pero nunca busque hacer una afirmación religiosa”.
En las ocho historias que contiene el nuevo libro, sucedidas en los años 80 en escenarios de La Guajira, Sucre, Bolívar, Córdoba e incluso Antioquia, se descubren variaciones no sólo en la escritura y el lenguaje sino en la filosofía de la escritora, que – eso sí- mantiene la identidad del Caribe colombiano.
“La mayoría de los relatos están en las voces de mujeres de los años 70 y 80, de la edad de mi madre, ya casadas, algunas amigas de ella. Mujeres que meditan y, en algunos casos, se lamentan con nostalgia en la noche. En otros, con mucha rabia sobre la ingratitud de los hijos, la malquerencia de los hombres o las injusticias de la vida”.
“Una de las historias que más me gusta está escrita en lenguaje fonético. Es el relato de una mujer humilde de un pueblo de Sucre sobre los últimos años en que cuidó a su padre ciego, quien murió de 105 años”.
La mujer cuenta la vida cotidiana de ambos, cómo le tocaba hasta bañarlo y cómo, cuando él no podía valerse definitivamente por sí mismo, le pidió a un hermano que viniera todas las mañanas a hacerlo. También narra cómo les tenía que decir a las personas que llegaban a la casa que no hablaran nada delante de su padre porque todo lo repetía. “Es la vida de cientos de personas”, dice la escritora.
La mujer protagonista relata: “Desde el día que vivía, allí se quedó en el monte conmigo, porque mi hermana Elena vino a decirme que tenía que irse unos días al grado de su hijo Jaime en Barranquilla. Yo no lo dejé dormir solo ni una sola noche. No sé por qué nunca me gustó. Prefería estar cerca de él por si necesitaba pararse para ir al baño o se le daba por buscar algo. Mis hermanos nunca me lo pidieron, ni mis hermanas tampoco. Pero yo no sé por qué a mí nunca me gustó y eso que donde Elena tenía su propio cuarto. Pero como en el monte no teníamos sino mecha, de pronto se le daba por pararse en la oscuridad y se podía cae. Así que siempre dormimos juntos, él en su camita de vara y yo ahí mismito en la mía de lona. Con Vicente tampoco hablamos nunca de eso. Él nunca dijo nada desde que Vidal llegó al monte. A él nunca le dijimos papá, sino por el apellido. Vicente guindaba su hamaca por la noche en la sala y la recogía por la mañana”.
“Es un modo de hablar, sin caricaturizar el idioma”, resalta Jacqueline.
Hay dos historias que son muy distintas a las demás, porque se centran en la violencia y la descomposición social que comenzó a afectar en los años 80 a Colombia, pero de manera más fuerte a Sucre y Córdoba. Tocan temas de asesinatos de mafias y de paramilitares.
¿Los personajes de estas historias existieron o son ficticios?
“Creo que todo lo que un escritor o escritora cuenta tiene mucha base en la realidad. La labor de uno es volver ficción la historia. En algunos casos son cosas que supe pero en otros realmente son el resultado de un cúmulo de personajes y de situaciones qué conocí. Yo las tomo, las relato, pero no obedecen a una cosa o situación específica”.
Saliste muy niña de Sincelejo ¿Cómo has hecho para recordar tanto?
“Es curioso. Cuando yo me fui a los 10 años para Bogotá y luego para Nueva York, durante mucho tiempo volví muy pocas veces a mi ciudad. Desde hace ocho o nueve años viajo cada dos o tres meses, porque mi mamá está algo mayor y mis hijos ya son adultos y viven sus vidas. Entonces, con mi mamá hemos tenido muchas largas y fructíferas conversaciones. “Ya cuando me senté a escribir, todo lo que venía a mi pensamiento tenía que ver con Sincelejo, con mis raíces. Busque concentrarme mucho en buscar la universalidad, el lenguaje que heredamos y la fuerza de la expresión. Yo creo que esto es lo mío: estar y vivir en el patio”.
¿Qué tienen de especial las voces de las mujeres costeñas?
“En las personas que crecemos en la costa Caribe, la presencia de las mujeres es muy fuerte, esa voz femenina está muy marcada. Y más en mí. De los recuerdos más fijos que tengo, uno es la voz de mi mamá, una mujer que habla y opina mucho, envuelta en sus elegantes vestimentas, bien peinada y con sus alhajas puestas. Yo me crié en una casa de puertas abiertas, a la que entraba toda clase de gente todo el día y a mí me encantaba oír, sobre todos a las amigas de mi mamá. Yo siempre estaba por allí merodeando. Era una catarsis oír las conversaciones. Tengo ese recuerdo preciso de estas mujeres, que hablan mucho, que opinan, que tienen una oralidad increíble y que cuentan historias todo el día. De ahí llegan mis memorias”.
Y memorias que rescatan las vivencias de mujeres de diferentes clases sociales…
“Las diferencias eran solamente porque mi mamá era la que mandaba y Esther, una de las ayas, transmitía sus órdenes. Tanto las mujeres como los hombres que nos ayudaban en la casa eran un mundo que me llamaba mucho la atención y siempre fue un entorno de gran afecto”.
Tu aya, fue también un personaje clave en tu niñez…
“Sí fue fundamental hasta que salí de Sincelejo. Yo no sé cómo aprendí a caminar. Esther no me dejaba pisar el piso y si tenía que ir al baño ella le decía a alguna de las demás muchachas: ‘Ténmela un minuto que voy para el baño. Cuidado se te cae’. Me agarraba fuertísimo de la mano y yo le decía ‘Esther, suéltame!’ Y me contestaba que no porque la ‘niña Cecilia’, mi mamá, le había dicho que no podía soltarse de mi mano y entonces me llevaba casi arastras.
“Yo era muy observadora y me gustaba meterme en el cuarto con las empleadas. Ellas, después de almorzar, se acostaban en un corredor que había entre la cocina y el cuarto de ellas, a ‘echarcuento’, yo ahí me quedaba oyéndolas. Digamos que yo me movía, sin ningún distingo, entre el mundo de mi mamá y sus amigas y el de los empleados de la casa porque era muy feliz con todos ellos. La persona que me ayudó a criar mis hijos, y que todavía vive conmigo, es una mujer inteligentísima, que todo el día me echa cuentos de su pueblo, Palmito, en Sucre y a mí me fascina oírla”.
Uno siempre hereda algo o mucho de sus padres. ¿Qué crees que tienes de tu mamá, Cecilia Nader?
“La que más se parece en mi casa a mi mamá soy yo. Mi madre habla bastante y es muy ansiosa. Y yo soy igual, más ansiosa que mi hermana y mi hermano. Yo me parezco bastante, aunque trato de controlarme porque, la he criticado mucho, pero el parecido me asusta”.
¿Y de tu papá, Emiro Urzola?
“En el temperamento me parezco más a mi mamá, pero creo que tengo mucho de mi papá, que fue un hombre muy bueno y generoso. Mi casa siempre estaba llena de gente, porque mi padre era un gran anfitrión. El día que se murió fue como si se hubiera muerto el papá de Sincelejo. En mi casa, el desayuno empataba con el almuerzo y luego con la comida, y no había distinciones de razas ni de clases. Todo el que llegaba se le servía. En mi casa había unos calderos enormes para preparar comida, porque nunca se sabía cuántas visitas iban a llegar”.
Y cada quien llegaba con sus historias…
Sí, oía hablar a gente de todas partes, pero en especial adoraba oír a mi tía María Nader y decía que algún día me gustaría echar los cuentos como ella los echaba. Ella realmente era tía de mi mamá, pero yo le decía tía Mayo. Vivía en Corozal y siempre se quejaba de que era muy pobre. Cuando alguien de allá tenía que ir a Sincelejo a hacer una vuelta, le daban el chance y llegaba directo a mi casa. Cuando oía su voz estruendosa, yo dejaba de jugar con la muñeca más bella y me iba corriendo a oírla hablar delicioso. No solo me gustaba a mí, a mucha gente también. Las reuniones eran gigantes porque cuando en el pueblo se regaba que Mayo estaba en mi casa, todo el mundo corría a oírla. Vivíamos fascinados con ella. De pronto decía: ‘Ay no, ese es el pito de fulanita que ya vino por mí porque nos regresamos para Corozal’. Y mis papás le decían: ‘No, Mayo, quédate. Te vas más tarde. Nosotros te mandamos después con el chofer’. “En la Costa y en Sincelejo, y por supuesto más en aquella época, la gente pasaba una gran parte de su tiempo en visitas. Esa cotidianidad de las historias bien contadas no sólo era porque no había nada más qué hacer sino porque era el internet y el WhatsApp de la época. Hoy día la tecnología nos ha quitado esa oralidad, ese voz a voz”.
Esa oralidad hecha literatura también está en la esencia de Gabriel García Márquez. ¿Sientes su influencia en lo que escribes?
“Es difícil sustraerse del todo a una voz tan grande, pero yo no lo siento como una cosa fuerte sobre mí. Quizá en ‘Bienvenido mal si vienes solo’ pensé un poco más en él cuando escribía ciertas cosas, pero en este segundo libro, no. Aunque Gabo es una presencia permanente, aprendí que tenía que escribir con mi propia voz y con los recursos a la mano. No los 2.000 diccionarios que tenía él, pero si unos tres o cuatro. Cuando terminé de escribir este libro, se lo envié a Juan Gossain y muy generosamente me respondió que él ‘no lo habría podido escribir mejor’”.