Con sorpresa vemos cómo el gobierno Petro y su canciller han optado por volverse respetuosos del derecho internacional cuando les conviene. Esta arrogancia ante la ley, como se le conoce a este fenómeno en sociología jurídica, es muy de la línea del gobernante, la cual ha esgrimido desde cuando su suspensión en la Alcaldía Mayor de Bogotá fue revocada por la CIDH, al haber sido en teoría impuesta por una autoridad administrativa como la Procuraduría, lo que nos ha creado un galimatías jurídico en materia de responsabilidades, inmunidades y aplicación del derecho sancionatorio.
Pero sin ánimo de enfrascarme en ese debate, lo importante aquí es entender que la política exterior de Petro ha sido totalmente ausente e irrelevante, y se ha caracterizado por tomar posiciones distantes y riesgosas como las de estar alineado con el eje Cuba, Venezuela y México en la región, y el haber optado por inmiscuirse, ahí sí sin recato alguno, en problemas internacionales en donde poco y nada tiene por hacer.
Tal es el caso de la invasión y agresión rusa en contra de Ucrania, y el conflicto palestino-israelí en Oriente Medio, en donde además de incumplir acuerdos comerciales de manera caprichosa, optó por el rompimiento de relaciones diplomáticas con el Estado de Israel, país cooperante en varios frentes.
Ello es una prueba más de la conveniencia petrista para optar por la aplicación del principio de la “no intervención” en casos como el de Venezuela, y ser lenguaraz e inoportuno en asuntos globales como el ruso-ucraniano o árabe-israelí.
Cuánta crítica y burla sufrió el anterior gobierno por un concierto en la frontera pagado por un particular y organizado voluntariamente por artistas colombo-venezolanos, para que el presupuesto ahora se utilice en conciertos “propalestina” en la Plaza de Bolívar de Bogotá, con bandas locales de ska, punk y otros ritmos, en una tragicomedia cultural que no es más que otra muestra de la desorientada agenda exterior de este gobierno, producida por RTVC y el activismo.
Petro ha guardado un silencio cómplice frente a los atropellos de Maduro, y su posición, más que tibia, lo condena como cómplice y simpatizante de un régimen derrotado, criminal y antidemocrático.
Petro cree ingenuamente que es un actor regional relevante, cuando en diferentes latitudes se le suman problemas, y el del vecino no es menor, pues afecta nuestra seguridad, nuestras fronteras, la migración directa, y la corresponsabilidad que nos asiste con un pueblo con el que se ha sido generoso y fraterno, pero que tristemente ve cómo el jefe de Estado colombiano, lejos de alinearse con los derechos humanos y el derecho internacional, prefiere cohonestar con el chavismo del cual es admirador y garante.
En el ámbito multilateral nada que rescatar, desde cantinflescos discursos en diferentes foros y agencias del sistema de Naciones Unidas, pasando por el cuestionado embajador en la FAO, hasta un representante en la OEA perdido y absteniéndose de votar resoluciones por falta de instrucciones.
Sorpresivamente al ministro Murillo los empresarios lo califican con benevolencia, lo que no es otra prueba más de que la política exterior colombiana es inexistente y parroquial. Colombia sigue siendo ese Tíbet Latinoamericano, ensimismado en sus propios problemas, xenófobo y proteccionista, lo que a la postre permite que los gobiernos utilicen el servicio diplomático y consular como fortín burocrático, y que no haya memoria histórica ni protagonismo real en tantos campos en los que podríamos ser determinantes.
Como colofón de lo anterior, basta escuchar los dispersos y megalomaníacos discursos de Petro refiriéndose a la Inteligencia Artificial como un narcótico, lugar común que utiliza para satanizar todo, o verlo hablando de viajes a Marte y tejidos humanos, en un delirio interplanetario que contrasta con un “gobierno de los nadies” que optó por organizar un viaje de duques en desuso a Bogotá, Cali y Cartagena, que lejos de tener una agenda o proyecto, se basó en los gustos televisivos de la vicepresidenta.