La indignación es la peor consejera para sugerir acciones estructurales. Después del lanzamiento de “+57”, una canción que reunió a algunos de los más reconocidos cantantes colombianos de reggaetón, como Karol G, J Balvin, Maluma, Blessd y Ryan Castro, las reacciones no se hicieron esperar, la gran mayoría indignadas por la sexualización de menores de edad. Esto llevó a que las senadoras Sonia Bernal (Pacto Histórico) y Karina Espinosa (Partido Liberal), esta última reconocida por sugerir un proyecto de ley contra la infidelidad, lanzasen una iniciativa para sancionar a los cantantes que no tuvieran “letras decentes”. Este proyecto de ley no solamente resulta inútil frente a los fenómenos que buscan combatir, sino que abre la puerta a la censura y a la intervención del estado en otro tipo de espacios.
Primero, debemos dejar claro que “+57” no es, ni mucho menos, un fenómeno aislado. Una lista de canciones sobre relaciones inapropiadas con menores de edad incluiría todo tipo de géneros: desde rancheras y baladas, pasando por vallenatos y salsa, hasta pop, country y rock. Me pregunto cómo harán las representantes para garantizar que, como han sugerido en medios, los autores de letras “indecentes” reparen a sus “víctimas”. ¿Llamarán a los herederos de Antonio Aguilar (“La Martina”), Octavio Mesa (“Al rojo vivo”) y Kenny Rogers (“Scarlet Fever”) para pedirles una retribución, bien con dinero o con esos inútiles gestos mockusianos populares en este país? ¿Le impedirán a Sting (“Don’t Stand So Close to Me”) entrar al país para dar su concierto del 2 de marzo, o cerrarán las puertas de los lugares donde se presenten Silvestre Dangond (“Colegiala”), Miranda! (“El profe”) o Eddy Herrera (“Demasiado niña”)? ¿Le pedirán a Spotify, Deezer y YouTube que no nos permitan oír a esos artistas? Las alternativas pueden sonar ridículas, pero en el país de las leguleyadas musicales que pide las actas de defunción de Bach y Mozart antes de los conciertos de música clásica , todo puede pasar.
Un argumento de las senadoras busca atacar el repugnante fenómeno de turismo sexual, muchas veces con menores de edad, que azota a ciudades como Medellín y Cartagena. Sin embargo, creer que atacando las letras de las canciones se reducirá la entrada de mal llamados “turistas” a un país permeado durante más de cuatro décadas por la narcocultura y sus consecuencias es, acaso, ser iluso. Basta ver cómo en todos los lugares turísticos del país se encuentran souvenirs de Pablo Escobar como un icono comparable a Vito Corleone y Tony Montana; o cómo hemos invadido, desde el lanzamiento de la primera versión de Sin tetas no hay paraíso (basada en la novela del director del Departamento de Prosperidad Social, Gustavo Bolívar) en 2006, las pantallas de televisión y los servidores de streaming con todo tipo de narconovelas y narcoseries que oscilan entre una reproducción algo fiel de la historia, la parodia involuntaria, y la glorificación burda de los estereotipos de capos, prepagos y lavaperros.
Prohibir contenidos inapropiados es una iniciativa inútil. Incluso, puede ser contraproducente para la difusión de aquello que se busca combatir. Hace casi cuatro décadas, Estados Unidos vivió una polémica similar con la crítica a las groserías y a las temáticas de sexo y violencia que abundaban en las canciones de heavy metal, rock, hip hop, punk y pop. Gracias a la iniciativa del Parents Music Resource Center, una fundación encabezada por Tipper Gore (esposa del futuro vicepresidente y activista Al Gore), surgió la calcomanía de advertencia en los álbumes que tuvieran este tipo de contenidos. Paradójicamente, como lo advirtieron músicos como Steven Tyler (Aerosmith), esa calcomanía se convirtió en un atractivo para los jóvenes que buscaban proteger.
Sin embargo, es preocupante la ventana que este proyecto abre para, desde una regulación de contenidos y una protección de la “decencia”, censurar contenidos que no sean afines al régimen de turno. Esto se hace más preocupante en un entorno como el colombiano, donde la prensa es rutinariamente atacada por El Señor Presidente Gustavo Petro y sus dos órganos de difusión: RTVC al mando de Hollman Morris, y el ejército de “influenciadores” y bodegueros que comentan acríticamente todo movimiento que haga El Señor Presidente. El control de los productos culturales y de la libertad de expresión por parte del estado siempre es perjudicial para la libertad, más aún cuando se disfraza de buenas intenciones y de cuidado de la juventud, pues se escuda en ello para callar voces críticas, como ocurrió con más de 2500 canciones que cortó la “dama de las tijeras”, la implacable doña Solange Hernandes, censora de cabecera de la dictadura brasileña de los setenta.
Hace veinticinco años se lanzó la película South Park: Bigger, Longer & Uncut (South Park: más grande, más largo, sin cortes). Basada en la polémica caricatura norteamericana, cuenta cómo los padres del pueblo de South Park, tras oír las groserías que decían sus hijos tras ver una caricatura canadiense, decidieron culpar a toda Canadá por ello, provocando en el camino una guerra. Una de sus canciones, “Blame Canada!” (que da título a esta columna), termina con esta frase: “debemos culparlos y causar un alboroto, antes de que alguien piense en culparnos”. El proyecto de ley de las senadoras Bernal y Espinosa es ese barullo oportunista y populista que busca chivos expiatorios inexistentes y se vuelve el mejor amigo de los censores, sean de izquierda o de derecha.