La victoria de Donald Trump fue contundente. No hay otra forma de decirlo. Basta ver cómo en prácticamente todos los condados de Estados Unidos, con muy contadas excepciones e incluso en bastiones demócratas, los republicanos le mordieron votos -y no pocos- a la tardía campaña de Kamala Harris. Hoy no sólo cabe preguntarse por qué ganó un criminal convicto muy mal rodeado, sino que debemos indagar por qué perdió la candidata demócrata.
El primer culpable es Joe Biden. En 2019, había dejado claro que quería ser un presidente de un solo término para salir de Trump y pasar la antorcha a una nueva generación. Lamentablemente, rompió esa promesa y, con la autoridad que le confería la presidencia, montó una campaña de reelección fútil, que terminó con un debate en Atlanta que expuso su senilidad y llevó a su caída. A decir verdad, no es el único. Ruth Bader Ginsburg fue elogiada por su rol en la Corte Suprema, y su muerte fue lamentada por políticos de ambos lados del espectro. Lo que se olvida de su biografía es su terquedad a la hora de mantenerse en la Corte, a pesar de vivir más de diez años con un estado de salud frágil. Esa terquedad, que duró hasta su muerte, le permitió a Donald Trump nominar a su tercera juez de la Corte Suprema. Gran parte del liderazgo demócrata, tanto en el poder ejecutivo como legislativo, es bastante mayor. En los últimos quince años, once congresistas demócratas mayores de 70 años (frente a cuatro republicanos) han muerto ocupando su curul, y la población de representantes demócratas mayores de setenta años duplica a los republicanos. Hay un vacío de sucesión generacional que, de no ser llenado adecuadamente, puede convertirse en otro frente de batalla para el partido.
Otro culpable es el discurso demócrata, concentrado más en atraer minorías, en la expiación de culpas pasadas y en política exterior, y menos en los temas que preocupaban a los votantes, como el estado de la democracia y la economía. Eso permitió galvanizar la mal llamada “batalla cultural” a favor de los republicanos, mientras que las minorías desatendieron la mano abierta del partido derrotado. Basta ver cómo en prácticamente todos los condados de Estados Unidos, incluso en bastiones demócratas, los republicanos obtuvieron victorias y mordieron votos frente a 2020. Eso no sólo se logra con los votos “seguros” de los hombres blancos no universitarios, el grupo demográfico que se esperaba, sino con votos de todo tipo de poblaciones, tal y como lo demuestra el éxito del presidente electo entre los hispanos, que votaron en masa por Trump como no lo hacían por un republicano desde la derrota de Gerald Ford en 1976, incluso después de la broma del comediante Tony Hinchcliffe sobre Puerto Rico en el mitin de Nueva York.
Por último, pero quizás lo más importante, Donald Trump refleja una tendencia global que se puede ver en la India de Modi, la Argentina de Milei, la Turquía de Erdogan o la Hungría de Orbán: el hombre fuerte que propone el retorno a una grandeza pasada como respuesta a los errores del orden mundial posterior a la caída del muro de Berlín. Al quiebre de ese contrato social liberal, que se destruyó lentamente después del 11 de septiembre y culminó su caída anoche, debemos nuestro cariño por los caudillos implacables, amorales, manipuladores y determinados a lograr su objetivo. Esa es la tesis del filósofo Adam Kotsko en Por qué amamos a los sociópatas (2012), donde sugiere que nuestros gustos televisivos están marcados por ese péndulo de desprecio y admiración que tenemos hacia esos personajes: Eric Cartman, Tony Soprano, Don Draper, Walter White.
En un ensayo reciente para The New York Times, Michael Hirschorn, antiguo director de programación de VH1 y responsable de su conversión de canal de música a realities, plantea que algo similar sucedió a principios de siglo cuando los personajes anónimos que exponían sus vidas en un entorno más o menos controlado (Survivor, Big Brother) rompieron la regla de oro de la televisión: pasar de ser más o menos simpático para la audiencia y venderse desagradable, desenfadado y desmesurado. Ese modelo televisivo empezó con unos pocos realities. Entre ellos, uno protagonizado por una reliquia de los periódicos sensacionalistas de los ochenta, un constructor que no tenía empacho en mostrarse como implacable en la mesa de juntas escenificada en su torre de Manhattan: El aprendiz.
Ante el fracaso de la promesa liberal posterior a 1989, tanto demócrata (Clinton, Biden, incluso los Obama) como republicana (Bush, McCain, Romney), Trump aparece como un retorno a la confrontación abierta. Llevando a la civil política norteamericana las mañas más afectas a la novela de dictadura latinoamericana, a los déspotas africanos (como lo satirizó Trevor Noah en 2015) y a los regímenes iliberales contemporáneos, la pose de hombre fuerte del presidente electo atrajo a muchos, incluyendo a no pocos jóvenes que votaron por él y hoy participan en su campaña, como JD Vance, su vicepresidente, quien es apenas más viejo que cuatro mandatarios electos.
Para preciarse de oír a todas las voces, el partido demócrata hizo oídos sordos a las señales cada vez más fuertes de su decadencia. Sus líderes, sus bases y su todavía fuerte base empresarial y cultural deben dedicar estos dos años a construir un nuevo partido que responda a los dolores de sus votantes perdidos. Es una cuestión de supervivencia.