Por: Carlos Alonso Lucio
Recientemente le escuché a Gustavo Petro dos afirmaciones que me llamaron la atención porque me parecieron muy reveladoras de su forma de ser y de mirar a Colombia.
En la primera de ellas decía que “en un país decente” el ministro de defensa hubiera debido de renunciar a propósito del asesinato de Javier Ordóñez por parte de dos agentes de policía y de los hechos lamentables que ocurrieron con posterioridad, en los cuales perdieron la vida 14 personas, resultaron heridas cientos de personas más, entre civiles y policías, y quedaron destruidos decenas de los CAI, comercios y buses del sistema del transporte público. Y en la segunda, afirmaba también, que en un país con más decencia él hubiera sido presidente en 2018.
Lo que me llamó la atención no fue que le pidiera la renuncia al ministro ni que dijera que él debió de ser el elegido en las elecciones pasadas. Lo uno y lo otro ya forman parte de los lugares comunes de su estrategia política: hacerle una oposición sistemática a todo cuanto se diga, se haga o se deje de hacer o de decir desde el Gobierno de Iván Duque, y agraviar y responsabilizar por todos los males que ocurran a aquellos que no votamos por él. De hecho, de un tiempo para acá, le dio por marcar una nueva y muy curiosa división de la sociedad. Según Gustavo Petro, Colombia se divide en dos: las “ciudadanías libres” y el resto. Claro, denomina “ciudadanías libres” a aquellos que votaron por él y el resto, que somos todos cuantos no votamos por él. Luego en ello no hay nada de nuevo.
Esta vez, lo que sí me pareció interesante fue su apreciación sobre Colombia que se le escapó, como telón de fondo, de sus mensajes. Lo que nos dicen sus mensajes es que Gustavo Petro, sencilla y llanamente, parte de la base de que Colombia no es un país decente.
Pensándolo bien, ya habíamos tenido algunas cuotas iniciales de su forma de mirarnos. Cuando Petro excluye de sus “ciudadanías libres” a todos aquellos que no votaron por él, de alguna manera está ubicando a las grandes mayorías de colombianos en una especie de Colombia torpe y estúpida, alienada y movida por oscuras intenciones. Por ese camino, claro está, era obvio que no podía demorar en llegar a su nueva conclusión : Colombia es un país indecente.
Yo, personalmente, discrepo de la valoración que Gustavo Petro hace de nuestro país. Colombia es un país que ha padecido, y sigue padeciendo las graves y dolorosas tragedias que marcan su historia. La violencia, la pobreza que aqueja a millones, la injusticia social, la corrupción, la impunidad, el saqueo de los recursos naturales, los odios como forma de relación política, la mentira como arma electoral, la devastación inclemente de la naturaleza, la falta de respetabilidad con que los gobiernos nos han representado en el concierto internacional, el desprecio con que tantas veces las dirigencias políticas y sociales han tratado al pueblo.
Sin embargo, de ninguna manera, eso hace de nosotros un país indecente. Una cosa es que una nación atraviese y haya atravesado por problemas profundos y dolorosos y otra muy distinta que pueda llegarse al despropósito de señalar a una nación de indecente. Por cuestión de principios, para un auténtico demócrata no puede haber países indecentes. Y no puede haber un solo país indecente por la sencilla razón de que la indecencia toca con la indignidad. La Real Academia de la Lengua define decencia como “dignidad en los actos y en las palabras, conforme al estado o calidad de las personas”.
En términos filosóficos, de las ideas políticas y de los Derechos Humanos la dignidad no es algo así como un aderezo, que se puede tener o no tener, que se puede poner o quitar. La dignidad está reconocida como algo inherente a la persona humana y, por ese camino, inherente a la naturaleza de las naciones. Por lo tanto, desde el punto de vista de la convicción de la democracia, es muy equivocado partir de la base que un país es indecente, menos aún cuando nos referimos a nuestro propio país.
Es que la democracia y los avances civilizatorios en las relaciones internacionales no pueden cometer el absurdo de aceptar que existen países indecentes en la medida de que por ese camino también estarían aceptando que pueda haber naciones indignas a las cuales se les podrían desconocer y conculcar sus derechos. Tan terrible como que lo que no tiene dignidad no tiene derechos y lo que no tiene derechos puede ser barbarizado, sometido, masacrado.
Ahora, no solamente me distancio de la apreciación de Gustavo Petro sobre Colombia por las consideraciones filosóficas y políticas que he mencionado hasta ahora. También lo hago porque en mi experiencia de vida yo aprecio de Colombia un pueblo con una grandeza y unas virtudes excepcionales.
La primera relación que tuve con Colombia la tuve a través de mi familia, de mis vecinos, de mis compañeros de estudios, de las comunidades del Valle del Cauca y de Bogotá en las que crecí. Entre todos ellos encontré la mayor decencia y las mejores cualidades que desearía cualquier nación. Después, con el paso de los años he recorrido todos los territorios y allí me he encontrado con la mejor gente, con familias que todos los días salen a luchar y a construir sus vidas de la mejor manera posible, con la mayor valentía y defendiendo a sus hijos y sus esperanzas contra viento y marea.
Recuerdo, por ejemplo, que una de las cosas que más me enamoraban de la causa auténtica del M-19 era esa exaltación constante que Bateman, Fayad y Pizarro nos hacían de la dignidad de nuestra nación. Nos llenaba de fuerza y orgullo sabernos luchando por la democracia para un pueblo lleno de dignidad y valía. Vivíamos la certeza de que veníamos de una estirpe de mujeres dignas, de hombres valientes y respetables, de jóvenes alegres y esperanzados, de abuelas sabias. Podíamos dudar de cualquier cosa menos de que peleábamos por el mejor país del mundo.
Hoy, años después, después de tantas experiencias de todo tipo que he vivido, en medio de todo lo que vemos y nos sigue pasando, sigo sabiendo que formo parte de la gran estirpe de mi nación, sigo sabiendo que somos un país profundamente respetable y que llegará el día en que se lo hagamos saber al mundo y así nos lo reconocerán.
No me cabe la menor duda: Colombia es un país de una decencia gigante.
“Hoy, años después, después de tantas experiencias de todo tipo que he vivido, en medio de todo lo que vemos y nos sigue pasando, sigo sabiendo que formo parte de la gran estirpe de mi nación, sigo sabiendo que somos un país profundamente respetable y que llegará el día en que se lo hagamos saber al mundo y así nos lo reconocerán”.
*Columna publicada en el portal Las2Orillas, septiembre 20 de 2020.