Tras haber desaparecido por siete largos días, después de un desafortunado derrame de tweets sobre el conflicto palestino-israelí —que degeneraron en una crisis diplomática con la comunidad y el Estado judío—, el señor Petro reapareció en Palacio mostrando una superficial herida en la rodilla como excusa. Como no podía ser de otra forma, las redes sociales no le profirieron piedad alguna y enfilaron todas sus baterías contra el escuálido pretexto; avivando el ya inmenso nido de teorías conspirativas sobre sus sucesivas y extrañas ausencias.
Para algunos, una enfermedad crónica e incurable de carácter física o mental es la responsable. Para otros, bastante más agresivos y atrevidos, las adicciones parecen ser la respuesta. Pero, para mí, lo que estamos viendo es simplemente el peso abrumador de la presidencia aplastando a quien, por puro ego, creyó que podría controlarlo y dirigirlo.
Ser presidente, es la fantasía de poder —casi erótica— más común que he escuchado en mis años como asesor en estrategia política. No importa si son del partido amarillo, azul o rojo, si son hombres o mujeres, o vienen del estrato seis o uno; siempre, en lo sucesivo de las reuniones, hace presencia ese vago y latente anhelo de ostentar la banda presidencial, pronunciando un apoteósico y aclamado discurso, frente a una abarrotada plaza de Bolívar.
Pero lo que no se muestra en aquellas ensoñaciones, y que bien se plasmó en la reconocida serie “Juego de Tronos”, son los dolorosos sacrificios que conlleva el liderazgo.
Como mencioné en una columna anterior, mencioné la existencia de esa fe que tienen muchos en el advenimiento de un político de origen humilde, que será el redentor de sus pecados y responsabilidades de cara a la democracia. Sin embargo, hoy quiero destacar el lado oscuro: el político que, embriagado por su efímera popularidad, cree su propia mentira, llega al poder y, poco a poco, es aplastado por el peso del trono.
Poder gestionar exitosamente un país tan dependiente de una sola persona, gracias a su marcado centralismo como lo es Colombia, requiere cualidades y habilidades que muy difícilmente conviven en un mismo ser humano. Se requiere saber delegar y gente apta para ello, se necesita astucia y poder de negociación para sacar adelante las reformas y un pensamiento no radicalizado, para dar un mensaje creíble de unidad que calme las turbias aguas de la oposición.
Además, el presidente debe tener conocimientos sólidos sobre derecho, finanzas públicas, estructura del Estado, tributación, geopolítica, sistema de salud y una larga lista de temas que le serán consultados día sí y día también, porque todo es una urgencia, todo requiere atención y nada da espera. Como si lo anterior no fuese poco, también debe estar pendiente del orden público, ejecutar el plan de gobierno y mantener a flote, lo más que pueda, una buena imagen que siempre irá a la baja.
La pregunta de rigor en este punto seria ¿Y para existen entonces los asesores, ministros y demás? Pues obviamente para repartir y delegar todas esas infinitas funciones, empero, el actual presidente ha cambiado diez de sus dieciocho ministros, la dirección del DPS, del DAPRE, del ICBF, varios cargos administrativos internos y tiene una baja ejecución a nivel de presupuesto; lo que evidencia un represamiento en el control del poder y poca confianza en los procesos de sus subalternos —además de los escándalos—.
La rodilla de Petro, más que un hecho fortuito que alimenta a las enmarañadas teorías conspirativas, refleja un presidente doblegado, quebrado por las responsabilidades y que no promete más allá que excusas y ausencias.
@carlosnoriegam