En la página 674 de la primera edición de “La Traición de Roma” (2009), última entrega de la trilogía sobre Publio Cornelio Escipión el Africano, el autor, Santiago Posteguillo, recrea -o imagina- las que pudieron ser las palabras finales de aquel gran soldado romano. Una escena desgarradora; una escena anegada de desolación, en la que el exiliado general avisó a la patria que lo repudiaba, que algún día él y hombres como él, harían falta para defenderla de los enemigos.
Este destierro se caracteriza por ser uno de los más conocidos, aunque en nada se considera excepcional. Si hay algo que las sociedades comparten, es el común ostracismo, ya sea material o espiritual, al que someten a sus soldados-y policías[1]-.
En el siglo XXI, Colombia tampoco ha sido ajena a la negligencia hacia sus combatientes, activos o retirados. Y, no es una cuestión que se resuelve con señalar aparentes contraprestaciones como una edad de asignación de retiro menor, un servicio médico especial (por demás, con ciertas limitaciones) o, una ley del veterano que ni siquiera considera como veterano a los jóvenes que prestaron el servicio militar.
Asimismo, para un país involucrado en lo que se puede denominar como “Guerra Perpetua”, carecer de una cartera ministerial dedicada exclusivamente a los asuntos del veterano -en una acepción amplia-, parece ser un desconocimiento de la realidad nacional más que un error de corte administrativo; en especial, si se toma en cuenta que el servicio militar data de la guerra de independencia, estuvo consagrado en la Constitución de 1886 y, por supuesto, fue establecido en el artículo 216 de la Constitución Política de 1991.
A “calzón quitao’”, por casi dos siglos, una gran porción de los hogares colombianos han entregado a los suyos a las filas. Por lo tanto, surge la pregunta: “¿Por qué los tratamos como marginados?”. A continuación, unas explicaciones cualitativas producto de la observación.
Primero, al sector civil le cuesta identificarse con los soldados porque, no obstante la posible familiaridad, en un conflicto tan confuso como el colombiano, esa cercanía se experimenta en términos abstractos. Es decir, para un ciudadano del común, esos hombres y mujeres que dejan la sangre en el camino y las manchas saladas de sudor en la corteza de los árboles son una figura extraña, sus necesidades son lejanas y, cuando les sucede algo negativo, su situación se enmarca dentro de una estadística sin alma o una nota periodística pasajera.
Segundo, los gobiernos utilizan y desechan a la tropa como fusibles, dependiendo de las distintas crisis que se presenten. Esperan que las fuerzas militares y la policía nacional operen como si tuvieran capacidades infinitas. Y, los presidentes de turno, prefieren preocuparse por múltiples sectores en lugar de recuperar la vitalidad de la fuerza pública o su moral.
Tercero, y relacionado, las acostumbradas negociaciones con los grupos armados organizados -terroristas- han tallado en el imaginario colectivo una forma de condescendencia hacia quienes actúan al margen de la ley. En cambio, al soldado y al policía, como representantes del brazo armado del Estado (aunque actores individuales y fundamentales del conflicto), se les abandona en una esquina. Así, mientras los grandes criminales han obtenido beneficios de tipo político, jurídico y hasta económico, los miembros de las instituciones castrenses han quedado sometidos a circunstancias desfavorables, tras la firma de los acuerdos.
Por ejemplo, pese a doce o más (según las fuentes) procesos de negociación, aún no se ha alcanzado el voto militar. O, peor, ver a las FARC campantes y sonantes, a la par que soldados, suboficiales y oficiales inocentes se encuentran sometidos a una justicia transicional ideologizada, donde la única escapatoria es aceptar responsabilidad por delitos que no cometieron.
Cabe reflexionar, ¿hasta cuándo los hombres y mujeres de uniforme aguantarán este escenario? A algunos no les caerá en gracia, pero podría señalarse que i) por muchas décadas más o, ii) para siempre; porque el militar y el policía de Colombia son disciplinados, no se quejan, aguantan hambre y sueño, y en su naturaleza no hay espacio para ideas irresponsables, perezosas o de corte golpista.
El panorama es complejo, por no llamarlo difícil, gracias a que, precisamente, el país cuenta con la seguridad y estabilidad que ofrecen las fuerzas militares y la policía. “La esperanza no es el método”, y creer que un estado de las cosas es permanente implica un error de análisis. No es descartable que en el futuro echemos de menos a estas personas que juraron defender la democracia, pero que, por diferentes razones, no quieran o no puedan dar una mano. Quizás ya no existan; quizás los hayamos extinguido.
Para entonces, los colombianos gritarán sus nombres, como los romanos rogaron por Escipión. Recordarán que Simón Bolívar murió relegado y la imagen será vívida. Vendrá a la mente la, apócrifa o no, carta del 6 (o 16) de diciembre de 1830, en la cual el Libertador confesó lo siguiente: “Muero miserable, proscrito, detestado por los mismos que gozaron mis favores, víctima de un inmenso dolor, presa de infinitas amarguras”. Ahí y solo ahí, la única opción consistirá en acomodar las colchas en el piso, ponerse a dormir y esperar porque los vientos adversos arrasen con lo que se mantenga en pie.
[1] El lenguaje de esta entrega se enfoca mayoritariamente en las fuerzas militares. No obstante, también se considera el sacrificio de la policía nacional.