Derruir la belleza de una sociedad es un principio del marxismo.
Hasta un lector pasajero percibe la envidia, la tristeza y la furia en los “Manuscritos Económicos y Filosóficos de 1844” en donde las palabras claves son “alienación”, “extrañeza” y “desdichado” (en relación con el trabajador).
En “Trabajo Asalariado y Capital” (1849) prima la ignorancia, sobresale una corrupta comprensión de los elementos que hacen parte de la vida humana y un desconocimiento total de lo significativo y valioso para un trabajador, quien según Marx tiene vida después de que cesa las actividades. Son estos escritos (junto a otros como “El Capital” o “Sobre la Cuestión Judía”) los que han servido de pilar fundamental para guiar los estados comunistas.
El vacío mental y afectivo de Karl Marx terminó por asentar las bases de muchas naciones. Aún ahora, el comunismo lleva a la pobreza económica, a la decadencia espiritual y a la violencia entre hermanos. Una hediondez que se detecta en los rostros infelices de los pobladores, en las calles destruidas de sus ciudades y en la inseguridad perpetua que convierte a las personas en reos encerrados en una cárcel sin muros.
Esa fealdad también se ve en el arte, la literatura y la música.Habrá quienes digan que el “realismo socialista”, aquella corriente de arte impuesta en los territorios de la mayoría de países socialistas, tenía algo de seductor. Sin embargo, por el solo hecho de inadmitir otras formas de arte, por coartar otras expresiones artísticas, en realidad implicó un atentado contra el genio creativo de la cultura.
La música original cedió espacio a la música ideologizada en regímenes como el de Kim o Mao. Por muchos años, la denominada “música amarilla”, una mezcolanza de canciones populares, fueron vetadas en China y Vietnam por su naturaleza “licenciosa” o sus orígenes capitalistas.
La literatura sufrió por décadas la opresión del comunismo. Solo hasta el fin de la Unión Soviética se pudo leer de forma tranquila piezas literarias tales como “Chevengur” de Andrey Platonov, “Corazón de Perro” de Mijaíl Bulgákov o “Vida y Destino” de Vasili Grossman.
Pero no toca ir tan lejos. La fealdad en cualquiera de sus expresiones la tenemos a la vuelta de la esquina. En el libro “Toque de Silencio en la Troposfera” del escritor colombiano Hugo Reyes Saab, el protagonista lanza una reflexión jocosa que define la ruina de un país en cuanto lo gobierna la izquierda: “Venezuela siempre fue para mí un país de arepas y reinas, no este espanto izquierdista y desordenado en el que se ha convertido. ¿Por qué esos dictadores tienen que ser tan feos y, para colmo, afear tanto las cosas?”.
En el siglo XX Venezuela era el país de bonanza: riqueza en la hermosura de sus gentes, prosperidad reflejada en el acceso a bienes y servicios (“dame de a dos”, solían decir en Caracas y otros lares), bienestar democrático, a tal punto que recibía los migrantes argentinos, colombianos o chilenos que huían de los problemas en sus propios países. Es cierto que en los ochentas y parte de los noventas hubo una contracción, pero el estado venezolano siempre se mantuvo a flote muy por encima de sus pares en la región. Luego vino el virus llamado “socialismo del siglo XXI” y el desenlace que hoy día se conoce.
Lo que pasó en Venezuela fue una consecuencia coherente, puesto que el sello distintivo de la izquierda es la inmundicia; lo que está ocurriendo en Colombia tampoco es nuevo.
El país se ha puesto feo. Feo como las masacres que deberían estar en el olvido. Feo como la mala fama ligada al narcotráfico que se había superado y otra vez ha sido tatuada en la frente de los colombianos. Feo como los descuidos tautológicos de perdonar criminales para después ver como gobiernan como criminales.
La fealdad que preocupa es esa, la del alma, la de la perdición, la de la falta de fe, la de un raudal de desesperanza.
A nadie debería importarle si los izquierdistas detestan el baño; están contribuyendo a la reducción del consumo del agua. Es irrelevante el aroma que emiten el Pacto Histórico y sus camaradas; como en el reino animal, sirve para detectar aquello que está en proceso de descomposición, para cribar lo bueno de lo malo. Si el presidente Gustavo Petro quiere mejorar su apariencia física con retoques es su prerrogativa; de todas formas no se han inventado la intervención estética que maquille la vileza.