La semana pasada, el presidente Gustavo Petro escribió en la plataforma X sobre el caso Santrich. Manifestó varias sandeces que ya se le conocen a él y a los sectores políticos que pretenden tergiversar lo sucedido con aquel guerrillero, quien incumplió su compromiso de dejar de delinquir, una vez entrado en vigencia el acuerdo del gobierno de Juan Manuel Santos con las Farc.
El tuit de Petro se fundamentó en las informaciones preliminares que la comisionada de la Organización de Naciones Unidas (ONU), Antonia Urrejola, reveló en relación con la investigación encargada al organismo internacional por el canciller Leyva. La comisionada aún no ha señalado la existencia de un entrampamiento; se limitó a decir, por lo pronto, que hubo un “abuso de la persecución judicial” y criticó las demoras en el proceso.
También dijo que “el mismo hecho generó una división interna de los propios firmantes” y que esa situación “generó el debilitamiento de la confianza ciudadana en el acuerdo de paz y en el sistema de justicia transicional”. Esta última afirmación, pese a que se lee como una obviedad, ha pasado desapercibida desde 2019, pero es allí donde radica una grieta enorme de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
La JEP nunca ha tenido legitimidad. La ciudadanía dijo “NO” en el plebiscito;la selección de los magistrados fue soterrada; las maromas jurídicas para justificar sus decisiones, como aceptar a Mancuso en el sistema, rayan con la locura; y la benevolencia hacia los criminales de las Farc, contrastada con la rigidez hacia los integrantes de la Fuerza Pública, es abiertamente sesgada. Luego se dieron las 'diabluras' de Santrich."
Previo al dilema de sacarlo o no del sistema de justicia transicional, los círculos académicos se debatían en dos posiciones frente al comportamiento reticente de los comparecientes obligatorios (sometidos voluntariamente o convocados). Por un lado, algunos señalaban que, dada la naturaleza restaurativa, todo compareciente que no cumpliera con el régimen de condicionalidades debía ser expulsado, porque precisamente, para mantener esos beneficios, debía cumplir con sus compromisos de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición.
Esa visión levantaba una ampolla: ¿y qué con los comparecientes obligatorios que no se sometieron voluntariamente por medio de acta y no tienen un régimen de condicionalidades que respetar? La respuesta recaía en el mismo punto. La persona en ese escenario sería desleal con un sistema judicial que, a fin de cuentas, es más provechoso si de sanciones se habla (las sanciones más onerosas, las ordinarias, no exceden los veinte años de pena privativa de la libertad).
Por otro lado, había quienes consideraban que “NUNCA” se debía expulsar a ningún compareciente, ni siquiera a los mayores infractores. ¿Por qué? En razón de que la esencia misma del sistema transicional era circunscribirlos a una jurisdicción temporal, que abarcara todos los delitos vinculados directa o indirectamente con el conflicto, cometidos antes del 1 de diciembre de 2016. Y básicamente, en los casos más graves, los comparecientes serían objeto de la máxima sanción que contempla la JEP.
Esta posición no estaba exenta de lógica desde una perspectiva estrictamente jurídica. Sacar a alguien de la jurisdicción transicional haría de esta, en términos prácticos, una jurisdicción voluntaria. Sus abanderados ofrecían ejemplos sencillos de entender, como el de un compareciente obligatorio que no reconoce el sistema y desatiende permanentemente sus solicitudes. Los magistrados tendrían que devolverlo a la justicia ordinaria.
Como sabemos, esto fue lo que pasó. La JEP, desprestigiada desde su concepción, prefirió evitar el escarnio público de mantener a Santrich bajo su competencia.
En contraprestación, perdió lo que más preciaba, su elemento de obligatoriedad real e incuestionable. Desde entonces, ha expulsado a otros y su estabilidad cada día es más frágil, ya que le basta a cualquier compareciente con mandar a los magistrados a freír espárragos para que estos, iracundos, de un plumazo lo remuevan de sus estrados.
Esta es la molestia de la JEP y sus allegados. Verse avocada a tomar decisiones que odia; decisiones que a la larga debilitan una jurisdicción innecesaria. Por eso impulsa narrativas como la del entrampamiento cuando, sin duda, existían investigaciones soportadas, tanto en Estados Unidos como en Colombia, que hacen imposible sostener esa falaz teoría.
Usualmente, quien camina en una cuerda floja restablecería su andar. La JEP no. Posee el ego que caracteriza a los intransigentes. Continúa anquilosada en formas injustificables. Incurre en faenas titánicas como tratar de sostener hechos tales como la aceptación de Mancuso con la hipótesis de la “bisagra con funciones de abogado zoo-metalúrgico en connivencia con las fuerzas reptilianas nazis invasoras de Gaza”; los 6.402 supuestos muertos que no tienen nombre ni apellido (que, en una copia idéntica a Argentina, subirán a 10.000, 20.000 y descaradamente 30.000); las rebuscadas imputaciones a militares, desconociendo el material probatorio acopiado y que se basan en informes mal elaborados o calumnias de individuos condenados (que ahora alteraron sus versiones); entre otros graves desaciertos. No cabe discusión: es su propio enemigo.
Que los abogados defensores y las asociaciones de víctimas guarden silencio en algunos momentos no se traduce en pasividad. Están registrando meticulosamente los incontables errores que a la fecha ha cometido la JEP.Se preparan para asistir a otras instancias nacionales o internacionales, como el Sistema Interamericano de Derechos Humanos o el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. En aquellos escenarios, la jurisdicción especial la tendrá de pa’ arriba, puesto que allí se dialoga en el idioma del derecho y no en el del activismo judicial.