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Felipe González Giraldo Opinión

Navidad en las trincheras

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Extraña Navidad en las trincheras, aquella donde el enemigo ofrecía regalos. Esa madrugada del 25 de diciembre de 1951, varias unidades americanas apostadas en la línea de combate formada frente a las ruinas de Kumsong, encontraron arreglos con motivos navideños. Arriesgando la vida de quién sabe cuántos de sus hombres, los chinos los depositaron en medio de la oscuridad que cubría las lechosas montañas de Corea.

Jaime se hallaba de pie, al lado de la entrada de la carpa de comando. El viento propagaba el olor a barro y la nieve se pegaba al camuflado hasta entiesarlo. Removía el fango que impertinentemente se fijó en sus insignias de teniente coronel. Miles de kilómetros de distancia de casa, lejos de la familia, estaba agradecido por la emotiva época decembrina, a pesar de estar rodeado de sangre y desdicha y juventudes interrumpidas.

Seguía vivo. La herida de subametralladora china, recibida en la cadera derecha en la ofensiva de la operación Nómada, fue insuficiente para matarlo; insuficiente por la gracia de Dios e insuficiente también por la suerte. Patacón, su soldado escolta, había salido peor. Una bala destruyó su pómulo derecho.

La recuperación en Tokio fue breve. Tan solo cinco semanas estuvo por fuera del área de operaciones. Retomó el comando del Batallón Colombia el 27 de noviembre, sorprendiendo a todo el personal con un conciso saludo. Jaime supuso que la tropa esperaba una intervención retórica que citara las gestas de Bolívar o Córdova. Y, movido por el pulimento de la guerra o la perceptible incomodidad de la cadera, prefirió desilusionar con palabras cortas y mundanas.

La actitud de los soldados hacia él había cambiado. Lo respetaban con mayor convicción sin decir que lo quisieran. No todos los días un comandante de batallón salía herido en el frente de combate para volver, como si nada, a seguir la lucha.

El soldado boyacense, el conductor a quien todos en el batallón llamaban el Boyaco, apareció repentinamente con una mirada cándida. Tenía aspecto de haber generado otro encontrón con la policía militar americana. Pronto se enterarían.

–¿Qué pasó, Boyaco? –Jaime quiso sonreír, aunque le fue imposible. Pretendió acomodarse el casco ladeado hacia la izquierda, acordándose que el metal se resistía a la vanidad de los oficiales –. ¿Qué hizo ahora?

–Pos nada, mi coronel –respondió el soldado–. Vine a saludarlo.

–No hable paja. Cuente.

–Está bien, mi coronel –el Boyaco era altanero, pero agradaba a todos–. Quería ver que nos dieron los chinos.

–Fue a los americanos; a nosotros nada. Vaya a trabajar.

–No sea malo, mi coronel. Déjeme ver –rogó El Boyaco–. Yo sé que nos enviaron unos para acá al batallón.

–¡Eh! –exclamó Jaime–. Usted sí es chismoso. Bueno –cedió. Levantó la lona y ladeó la cabeza–. Entre.

El Boyaco, menudo, blanco como la neblina y con los cachetes colorados, igual que todos los boyacos, corrió emocionado hacia el interior de la tienda.

–Abra aquel –dijo Jaime.

El Boyaco convirtió el “obsequio” chino -unos calcetines rojos de Navidad- en un caos. Se mostraba como un afortunado que gana la lotería. Esparció por toda la mesa principal el contenido de los calcetines, como si fueran los remanentes de una bolsa de basura.

–¡Mire! –señaló maravillado. Sonó como un niño y Jaime añoró los suyos–. ¡Pañuelitos!

–¿Qué más hay? –preguntó Jaime.

–Hojitas con dibujitos –murmuró el Boyaco. No soltó las manos del calcetín que parecía un conejo apretado del cuello–. Boquillas de cigarrillo y esto –dijo estirando unos papeles en inglés.

–“Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo de parte del Ejército Popular de Voluntarios chinos” –pronunció en voz alta Jaime mientras tomaba uno de los papelitos de la mano del Boyaco.

“Los chinos son unos artistas” pensó. El falso cariño era muestra de que el enemigo los fastidiaría con todo lo que tuvieran, golpeando sus emociones de la misma manera que los bombardeaban con artillería.

El batallón tenía una labor complicada delante. Los soldados debían sostener la moral en una guerra que desde hacía tiempo se encontraba estancada. Para idea de Jaime, eran las horas las que avanzaban. También aumentaban el conteo del dolor y de la angustia y las cartas para las madres de los que morían. La innovación desplegaba su ingenio en diversas formas de herir, mutilar, maltratar, chamuscar y matar al contrincante.

–Mire esa otra, mi coronel –dijo el Boyaco sacando un papel con propaganda.

–“¿Dónde está usted? En Corea. Usted arriesga su vida, el Ricachón se restriega en lo bueno” –leyó Jaime sin tomarlo; como si le diera repulsión y se fuese a contagiar de un mal impregnado en la hoja.

–¿Aprendió el inglés de los gringos en Japón, mi coronel? –La pregunta del Boyaco era tierna y propia de un soldado.

–Practiqué con el capitán Valencia –respondió Jaime. Con la mano palpó la pistola Colt .45 que los americanos le regalaron cuando llegó a Corea–. Tenemos que ver cómo devolvemos el favor a estos chinos insolentes.

–Pos sí, mi coronel.

–¿Ese que dice? –preguntó Jaime señalando un tercer papel.

–Usted sabe mi coronel que yo no sé leer muy bien que digamos. Y en ese inglés que es muy difícil…

El Boyaco metía la quijada hacia el pecho. “Por eso es que me los entregó sin leerlos” pensó Jaime. Sintió pena por el muchacho. Fácilmente, representaba a muchos de los jóvenes soldados que se encontraban en Corea. No sabían leer y, sin embargo, peleaban por la libertad y la democracia. Un concepto que nadie comprendía con claridad.

–Tranquilo –dijo Jaime. Agarró la hoja–. Más bendiciones -leyó sonoramente.

–Nosotros también les deberíamos desear feliz navidad con plomo. ¿No, mi coronel?

–Mientras la guerra siga, hasta el último segundo.”

***

Este cuento corto, producto de una imaginación que intenta recoger la nostalgia y el sentimiento de recogimiento, pretende servir como homenaje a quienes hace más de setenta años sirvieron en la Guerra Olvidada; la Guerra de Corea. Al lector solo le resta reemplazar la nieve por la lluvia; picos montañosos por cerros selváticos; las puñaladas del frío por la modorra del bochorno; casi quince mil kilómetros de distancia por doscientos o trescientos kilómetros. Así, tal vez evocará la idea de navidades inusuales para la mayoría, pero típicas para unos cuantos. Nada cambia; no importa si a un país se le dice Corea y otro Colombia.

A los soldados, infantes de marina, aviadores y policías que están demasiado lejos en cumplimiento del deber y que ven paisajes fantásticos y peligrosos, cargando en el corazón el amor por la familia y por algo llamado patria: ¡Gracias!