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Hassan Nassar Palestina

Duele Palestina

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El drama del pueblo palestino es enorme y muchos lo desconocen. Para millones de personas en el mundo los palestinos son incluso considerados ciudadanos de segunda categoría. Las vidas de sus niños y jóvenes parecieran estar condenadas a crecer en campos de refugiados sin derecho al retorno, encarcelados en Gaza o viviendo en territorio ocupado y sin libertad plena como en Cisjordania.

Lamentar el drama palestino, no es victimizarlo, es rendirle tributo a su historia para hacer memoria de distintos eventos que han ocurrido y que explican la forma cómo desde Occidente se ha visto el Medio Oriente, al pueblo árabe y por su puesto al Islam.

Palestina no es un Estado pleno. Su condición en la ONU es como observador de su propia tragedia. Tiene voz, pero no tiene voto. A la distancia observa como muchas resoluciones llegan para defender sus derechos y sus pretensiones, pero se quedan sólo en el papel.

A la hora de implementarse, el veto de los mismos países de siempre se impone en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas o sencillamente no se implementa en la realidad.

Mucho menos valor tiene lo que digan las organizaciones de derechos humanos, como Human Rights Watch, la Cruz Roja Internacional, esto también se queda en informes que se los lleva el viento.

Las manifestaciones en nombre del pueblo palestino son tildadas de apoyo al terrorismo. Decir que viven en un régimen de Apartheid, exigir que acaben la política de asentamientos y de robo de tierras por parte de colonos israelíes es tildado de antisemita y pedir que no bombardeen a sus niños, mujeres y ancianos es inane para millones de personas en el mundo. Los palestinos son cómplices del terrorismo para millones de incautos en el mundo.

Duele ver familias que por generaciones fueron condenadas al exilio, al destierro, a no tener el derecho de volver al lugar donde nacieron sus ancestros. Duele ver discursos de odio, donde incluso se desconoce de tajo su origen, su etnia, su nacionalidad o sus derechos.

Pero sobre todo duele la indiferencia cuando se compara al opresor con el oprimido.

La Nakba, la catástrofe, como se conoce para el pueblo palestino ese éxodo forzado al que fue sometido en 1948, después de la creación del Estado de Israel, es una tragedia humanitaria monumental. Son millones de palestinos los que han crecido en carpas, en campos de refugiados en el Líbano, Siria, Jordania por citar sólo algunos casos.

Millones de personas que no han tenido el derecho de tener una nacionalidad propia o un país de retorno. Imaginen por un momento no tener un pasaporte, ser un ciudadano de segunda categoría condenado al subsidio, a la ayuda condicionada internacional que parece más una limosna.

Gaza, es una prisión a cielo abierto y decirlo no es antisemita. Al contrario, la tragedia del pueblo palestino en Gaza debe ser llamada por su nombre, y hacerlo no justifica el terrorismo. Precisamente por esa terrible condición a la que ha sido llevada el pueblo palestino por décadas, es que se ha incubado el fundamentalismo y el radicalismo islámico.

El pueblo palestino tiene derecho a su propio Estado, a su propio territorio, a sus propias leyes y ordenamiento jurídico, a tener sus fronteras delimitadas, respetadas, y a su soberanía.

Esa excusa de que la clase dirigente palestina no ha sido capaz de brindarles las condiciones para tener su propio Estado, es simplemente una excusa conveniente para mantener disfrazado el statu quo de ocupación y sometimiento.

Defender la causa palestina no es defender el terrorismo. Es todo lo contrario. La causa palestina defiende los principios y derechos de un pueblo que ha sido sometido por el Imperio otomano, por el mandato británico y ahora por Israel.

Quienes utilizan el terrorismo como Hamás para defender la causa palestina han desdibujado su lucha, han puesto en jaque el apoyo internacional, han mancillado la honra de un pueblo víctima de la historia y de las circunstancias y artimañas políticas que cercenaron su territorio y lo condenaron al exilio y a la opresión.

Duele ver las imágenes de niños asesinados o huérfanos por los bombardeos sobre Gaza. Duele ver padres buscando a sus esposas bajo los escombros. Duele ver ancianos huyendo nuevamente desplazados a la fuerza para escapar de los intensos bombardeos. Duele ver la comunidad internacional clamando por un cese al fuego y que los oídos sordos ganen la batalla.

¿Acaso la vida de un palestino vale menos que la de un israelí, un americano, un ciudadano de la Unión Europea?

Hoy mientras escribo este editorial la cifra de civiles muertos en Gaza por los bombardeos supera los nueve mil y casi el 50 % son niños. Sí, niños.

Ese sólo dato debería despertar una conciencia colectiva y humanitaria. No es posible castigar colectivamente a un pueblo por los actos sangrientos, macabros y atroces de unos terroristas de Hamás, que no representan la lucha y el sufrimiento de millones de palestinos.

Dejar sin luz, agua, conectividad y sobre todo sin asistencia humanitaria a más de dos millones de personas que no tienen a dónde ir, mientras se les bombardea día y noche es sencillamente inhumano. El derecho internacional humanitario está en jaque y la humanidad vive un momento de profunda oscuridad.

Si esta crisis humanitaria no se resuelve, si este pueblo no alcanza lo que se merece, su libertad, autonomía y real independencia, no sólo habremos fallado multilateralmente, tampoco podremos esperar que la violencia termine y que los radicalismos y los extremismos dejen de florecer en ambos extremos.