En principio las elecciones parecieran ser un examen al gobierno en funciones, un asunto puramente transaccional entre una administración y los asociados.
Si esta hizo adecuadamente la tarea en ejecución de políticas públicas, creación de bienestar, seguridad, infraestructura, o cualquier otra lista de expectativas, entonces ese gobierno será electo de nuevo y por consecuencia lo contrario.
Pero no es así. La democracia transaccional no funciona en elecciones, porque las elecciones han cambiado de naturaleza, ya ni siquiera son una refrendación de la legitimidad del sistema, por múltiples razones la competencia electoral es ahora una lucha por la supremacía moral.
Frente a este escenario complejo los políticos candidatos han optado por dos opciones, una es recoger información sobre carencias y necesidades y plantear programas que resolverían dichas necesidades, es el caso de la actual campaña por la alcaldía de Bogotá en donde el principal problema a resolver es la seguridad y por lo tanto la campaña parece una licitación de empresas de vigilancia, es decir, se optó por un modelo de campaña transaccional que ya no importa a los electores.
La otra opción es traer a la elección los viejos trucos de los organismos de inteligencia y promover montajes y narrativas que socaven la solvencia moral de los opositores, la eficacia de este tipo de actividad es relativa y en realidad muy pocos expertos saben llevarla con éxito, pero es una respuesta primaria a la interpretación de las elecciones como un conflicto moral. En ambos casos la gran ausente de la elección es la política.
El ejemplo más inmediato en cuanto que los resultados del gobierno han dejado de importar en las elecciones, es el triunfo en primera vuelta de Sergio Massa en la Argentina. Es difícil imaginar un peor ministro de finanzas de un peor gobierno, o el fiasco del Partido Popular en España que fue incapaz de construir una mayoría suficiente contra el peor gobierno de la historia de la democracia en ese país.
Tanto Massa como el PSOE, pese a su precariedad, fueron capaces de promover la idea de que ellos eran los “buenos” y al votarlos el ciudadano experimenta el alivio de pertenecer a una mayoría moral, no a una mayoría política que ya no existe y que no le importa.
Es difícil precisar el momento en que los partidos políticos dejaron de representar el bien común y el escenario de lucha por el poder en las democracias fue ocupado por sectas.
El relato político se tornó conspirativo y la opinión quedó condicionada en el marco de una elección puramente negativa consistente en votar contra los “malos”.
Pero, así como existe la niebla de la guerra, también existe la niebla de la política y en realidad nadie sabe con certeza quiénes son los malos y mucho menos quiénes son los buenos, estas calificaciones pueden variar de un momento a otro sin solución de continuidad.
Por eso los fallos demoscópicos y los constantes errores de apreciación sobre tendencias. La polarización moral es absolutamente mitológica, va desde la súbita reaparición del antisemitismo más crudo, hasta la construcción de mundos imaginarios regidos por sectas imposibles.
En la lucha por la supremacía moral que se está dando en las sociedades abiertas y contra ellas, la pregunta ya no es por qué partido se votará mañana, sino qué secta cree la gente que ganará la elección.