Isaiah Berlín planteó que la capacidad de las dictaduras para gobernar en el largo plazo derivaba de una dinámica que llamó “dialéctica artificial” y que esta dialéctica consistía en un movimiento “entre el fanatismo y la apatía”. Esta descripción coincide totalmente con la dinámica de opinión en la que desarrolla el gobierno de Gustavo Petro.
El fanatismo proviene del lenguaje que usa el presidente, una serie hipérboles dirigidas a criminalizar al conjunto de la sociedad que no comparte su ritual tribal, ya sean opositores, o no. Esta narrativa no ha producido una reacción extrema, mayoritaria y activa.
Los fanáticos anti Petristas, que son muy pocos, carecen de un lenguaje articulado y apenas despliegan consignas antiguas y lugares comunes, la mayoría vive en la apatía y la causa de esta apatía es la ausencia de representación. Se trata de la puesta en escena de un relato extremista que se enfrenta a ningún relato porque los voceros políticos de la sociedad, es decir los cargos electos, conforman núcleo de intereses especiales ajenos a los de sus votantes y por lo tanto la sociedad se ha quedado sin representación y sin relato, ha quedado por fuera de la política.
La representación política no tiene que ser necesariamente resultado del voto, los liderazgos pueden ser sobre causas de adhesión impulsadas por ciudadanos no electos, el caso del movimiento por lo derechos civiles en los Estados Unidos es un buen ejemplo de esto, pero las causas también pueden ser pequeñas y locales, pueden ser de carácter gremial, o cultural, o religioso e involucrar segmentos muy específicos de una sociedad. Lo relevante es que esta representación rompe la apatía.
El gremialismo en Colombia es precario, no moviliza grandes sectores populares porque fue diseñado para ser prebendario, no como una manifestación de la sociedad civil y sus interese reales y por lo tanto tampoco es un medio de representación. La sociedad, los pequeños propietarios, practicantes de oficios, profesionales y ciudadanos afines de cualquier índole, carece de organizaciones mínimas en su base, tal vez la única, de carácter histórico y capturada por los partidos y el estado, son las Juntas de Acción Comunal, que en realidad son células políticas que tampoco representan a nadie.
Dice Kristian Niemietz que “la mayoría de los argumentos anticapitalistas no son en realidad más que sofisticadas racionalizaciones de impulsos primitivos”. La sociedad colombiana, a partir de las acciones de terrorismo urbano que se dieron el año 2021 y hasta la actualidad, se ha visto saturada por el lenguaje de estos “impulsos primitivos”, por un relato mágico que ha expulsado la razón y el sentido común del dialogo político, pero no de la cotidianidad, no de la vida real.
Se percibe de manera persistente una expectativa de volver a la razón, de recuperar el sentido de la vida sin la presión del fanatismo y la explotación constante del miedo; pero sin representación solo hay apatía, solo la sensación de que existe una especie de gran voz delirante y dominante, que acusa y acusa y acusa sin respuesta. Propiamente hablando, esta narrativa dominante es el signo del liderazgo político.
En este sentido en Colombia solo hay un líder político tangible y es Gustavo Petro, no hay otra voz y no hay otra causa que su causa del juicio permanente, incluso sus eventuales opositores son los que él defina, Petro expulsó a los políticos de la política y los ciudadanos de la sociedad. Entre el fanatismo y la apatía logró paralizar cualquier narrativa convirtiéndola en simple contra narrativa, en un memorial de agravios, cada uno peor que el otro y que ya ni se recuerdan pasados unos días.
El anti-petrismo es por excelencia la anti política. No es una causa, no aporta sentido y no tiene un mañana. Una visión estratégica de recuperación del poder para la sociedad solo puede construirse desde un propósito, o una causa superior, o desde la construcción de un nuevo mito nacional, no del retorno a un pasado ilusorio donde Petro no existía.