En algún parque, en un campo de fútbol de barrio, en una esquina de tiendas y helados, hay niños y madres y padres y adolescentes que juegan y viven, esos son los “opresores” y en medio, personas armadas, ajenas, adictos y hombres que miran a las niñas con ojos de conocedor, esos son los “oprimidos”, esas son las categorías morales de Petro, su mundo ultra politizado y es desde ese extremo que decidió anular el decreto 1844 de 2018 del Código Policial, con el que las autoridades definían el procedimiento institucional frente a la prohibición del porte, distribución o comercialización de sustancias alucinógenas en el país. Es decir, decretó la Jibarización.
Es más que un problema de seguridad ciudadana, la Jibarización es la progresiva ocupación del espacio de la sociedad por fuerzas vinculadas directa, o indirectamente con economías criminales.
De acuerdo con datos publicados por la FIP,“solo en Bogotá los ingresos del basuco serían del orden de US$250 millones de dólares; en Cali de 60 millones, y en Barranquilla de 44 millones. Según el Departamento Nacional de Planeación, para el 2015 el mercado local interno movió $6 billones de pesos, equivalentes al 0,75 del PIB”, pero esto sólo ilustra un aspecto del fenómeno.
Durante muchos años los procesos de identificación de sitios de distribución de microtráfico mostraron que estos se encuentran en el mismo lugar, o muy cerca de donde se encontraban hace 10 años, sin embargo la competencia entre bandas del crimen organizado, con la llegada de nuevos actores, como el Tren de Aragua y otros, aunado a un crecimiento significativo de la demanda ha provocado que los jíbaros busquen el mercado, con lo que se han desplazado a la cercanía de centros escolares, lugares públicos de esparcimiento, parques y plazas.
Esta dinámica no sucede aisladamente, la Jibarización implica que el expendedor contamina su zona de operaciones, crea complicidades, explora otras fuentes de ingreso, como colaborar con bandas de asaltantes, o como identificador de víctimas potenciales para trata de personas. Un jíbaro en la periferia de una zona escolar amenaza no solamente a los consumidores, sino a toda la población escolar. En las zonas que reportan mayor consumo y venta de drogas se observa siempre una mayor incidencia de hurto a personas, lesiones personales, riñas y lo más grave, aumento de la extorsión a comercios, primero los informales y con el tiempo los formales.
Jibarización es el control social del traficante, reconocido como “oprimido” por el estado,se instala en la zona gris de la ley y es el amo de la esquina apoyado por un gobierno que vende sus crímenes como la expresión política contra una sociedad opresora. Es apenas natural que los nuevos mandatarios locales hayan visto esto como una grave amenaza para la seguridad y sobre todo para la convivencia y que su primer impulso sea tomar medidas para defender a la ciudadanía, pero no es fácil. Que el jíbaro esté a 200 metros, o a 50, de la zona a preservar no significa nada, el problema no es espacial, es de cultura y política y de seguridad nacional. La lucha por el control de unas manzanas barriales es la proyección necesaria de la lucha que no se lleva contra miles de hectáreas de coca.
La Jibarización fue capaz de atacar a un estado, como pasa en Ecuador y como pasó en Colombia en el mayo negro de 2021. Es necesario romper la narrativa opresor-oprimido y volver a la cordura, frente al crimen solo hay víctimas y victimarios y estos últimos no pueden tener opción alguna para controlar ni un barrio, ni una esquina, ni un parque.
En necesario devolver las ciudades a la gente. Este desafío, más que un tema de seguridad, es un imperativo moral.