Nada ilustra mejor el sentido banal del “determinismo fatalista” que estos procesos de paz basados en la inevitabilidad de la derrota.
Jaime Eduardo Arango. Analista y consultor. Twitter: @jaimearango9
“Los militares podrían haber ganado fácilmente la guerra que querían librar, pero no sabían cómo librar la guerra que se les pidió que ganaran”, esta observación de Víctor Davis sobre el desempeño del ejército norteamericano en la guerra de Vietnam parece escrita apropósito para las fuerzas militares de Colombia.
Durante tres décadas le hemos pedido a nuestros militares que ganen una guerra política, ¿porqué los políticos la iban perdiendo?, ¿o una guerra contra las drogas?, ¿o una guerra contra el crimen organizado?, ¿una guerra contra el terrorismo? ¿Episodios constantes de violencia, son una guerra propiamente dicha?, ¿o, de manera general, les pedimos que ganaran una serie de conflictos de baja intensidad?, un término puramente técnico que no define la naturaleza del conflicto sino su forma dinámica.
En primer lugar, a las facciones armadas de cualquier índole, les gusta la idea de la guerra porque las convierte en ejércitos, los cabecillas se sienten como si fueran Patton y hablan de sus bandas como “frentes” y sus cobradores de extorsiones son “jefes de finanzas”. Que quieran tener esa visión épica de sí mismos es entendible, pero que el Estado les hubiera comprado la idea es absurdo. Un principio elemental de la hostilidad es que el lenguaje de el enemigo no es mi lenguaje, ni el relato del enemigo es mi relato, al aceptar ese lenguaje y ese relato, el establecimiento creó la guerra.
El estado de odio se convirtió en estado de guerra porque se asumió desde un comienzo la violencia como fatalidad. Robert D Kaplan, plantea que para abordar los tipos de conflicto contemporáneos es necesario cambiar el “determinismo fatalista” por un “realismo constructivo”, esto quiere decir que no es verdad que necesariamente una sociedad esté avocada a sufrir agresiones constantes hasta que cambien “las condiciones estructurales” que supuestamente provocaron dicha agresión.
Este determinismo justifica la violencia, la promueve y la establece en el tiempo como patrón y las Fuerzas Militares en Colombia han tenido que luchar contra todo tipo de agresiones, dirigidas por un establecimiento que considera la violencia como una fatalidad y la eleva al nivel de guerra para mantener una narrativa moral que niega a sus propios militares la posibilidad de la victoria, porque esa victoria es lo contrario de la fatalidad. Así se construyó el mito de la guerra y con él, el mito de la paz.
En la medida misma en que la división entre las estructuras civiles y militares se ha ido difuminando, es un hecho que cada acción política será también militar y cada acción militar será también política, para salir de esta ambivalencia estratégica, la dirigencia en Colombia prescindió de la responsabilidad que implica la victoria militar y optó por lo que llamaron de manera genérica y casi teológica, La Paz, ya sea “estable y duradera”, o “total”, o con palomas, a cada acción violenta más o menos organizada se le ha propuesto una paz, porque según los promotores de estos Acuerdos, no es posible ganar la guerra. Nada ilustra mejor el sentido banal del “determinismo fatalista” que estos procesos de paz basados en la inevitabilidad de la derrota.
Así, le hemos dicho a nuestras Fuerzas Armadas que deben combatir en una guerra, que no existe, y que no pueden ganar y que además no es legítima porque su origen está en causas fatales de injusticias indeterminadas de las que ellos supuestamente han sido parte.Con ello hemos logrado que la paz sea en realidad una acción política que impulsa la guerra y la justifica, una forma de moralizar la violencia de una mítica guerra sin fin, porque la realidad, desde siempre, es que no hay paz sin victoria.