Oscar Wilde tenía razón,“Hay tres clases de déspota: el que tiraniza el cuerpo, el que tiraniza el espíritu y el que tiraniza el cuerpo y el espíritu a la vez. Al primero se le llama Príncipe; al segundo, Papa y al tercero, Pueblo.”
Pero el pueblo no existe ya, fue reemplazado por quienes dicen representarlo, personajes realmente muy interesados en tiranizar “el cuerpo y el espíritu a la vez” y que cada vez más suelen tener éxito en dicha empresa, sobre todo porque para la mayoría de las personas es imposible creer seriamente que alguien quiera lograr algo así, solo criaturas extraordinariamente estragadas pueden concebir su vida con semejante propósito. Pero existen, se mueven, conspiran, avanzan y un día, un mal día, te despiertas y una de ellas es tu presidente.
Nuestro “representante del pueblo” dice que antes de su advenimiento el poder era ejercido por una organización criminal, una secta asesina cuya oscura hegemonía terminó en el instante mismo en que la fuerza de los oprimidos le concedió a él la dirección de su destino. Por lo tanto, esa secta no puede volver a tener el mando, ya que el pueblo eligió a su redentor y la redención no puede ser sustituida. Estamos frente a la génesis moral de la tiranía.
La encuesta Ipsos, Populismo 2024, muestra que en Colombia un 66% de las personas consideran que la sociedad está rota, en Suráfrica este indicador es del 76%, y en USA es del 65%. Sin embargo, cuando se pregunta si para arreglar el país, necesitamos un líder fuerte dispuesto a romper las reglas, solo un 38% de los colombianos responde afirmativamente, un indicador menor que los porcentajes sobre este mismo aspecto que arrojan Japón 52%, Gran Bretaña 53%, Méjico 44% y Perú 50%, lo cual abre un gran interrogante sobre si el proyecto redentorista, iluminado y anti sistema que está desarrollándose en el país representa verdaderamente al pueblo y encarna sus aspiraciones, porque claramente la mayoría no avala que para lograr un mejor país se rompan las reglas. Esto significa que, a pesar de la desconfianza creciente en las instituciones democráticas, la verdadera amenaza para las sociedades abiertas no proviene de la gente, ni de la cultura de masas, sino de las elites.
Los parlamentos asociados con el ejecutivo han conformado un grupo de interés contra la democracia. Esto es lo que está pasando en Colombia, o en España y en muchos otros países. Los votantes no aspiran a derrocar el estado de derecho, al contrario, lo que denuncian es su inconformidad absoluta con un proyecto elitista antisistema que bajo la retorica de la redención destruye la libertad y se apropia de la sociedad civil. A veces la gente logra salvaguardar al sistema, como en El Salvador, o lo pierden por completo como en Venezuela, lo que es claro es que las sociedades aprecian y reconocen los logros de la democracia, prefieren la libertad y el mundo de los acuerdos voluntarios y que sectores situados en la parte más alta del sistema los que quieren imponer un modelo colectivista y coactivo en el que puedan apropiarse de los activos de la sociedad hasta su agotamiento.
Para salir del modelo de normas que impone la institucionalidad democrática, estas elites antisistema implementan una estrategia basada en la confrontación civil, como sea que la llamen, “rodear los centros de poder”, “coordinadoras de fuerzas populares”, o “primeras líneas”, lo que buscan es copar el espacio de la sociedad civil mediante la acción violenta para darle sentido a su relato de redención y venganza, para eso cuentan con una clientela entrenada y con socios de la delincuencia organizada y el terrorismo. Esto hay que comprenderlo claramente para dimensionar la amenaza.
No se trata, como creen algunos, de un proceso de radicalización de un partido y un líder inducido por la oposición, se trata de un proyecto estratégico de largo plazo que desde un principio tuvo como objetivo eliminar la democracia. Es hora de afrontar la realidad, no se hagan ilusiones con el 2026.