“Si pudiéramos entender que lo que se infla es el dinero, comprenderíamos la doble distorsión que padecen los precios y el estallido que sufren los bolsillos”
Katherine Florez. Profesora de la Universidad Externado de Colombia
La semana pasada un estudiante afirmaba que es más difícil comprar un automóvil en Colombia actualmente que en los años setenta, me decía “el carro más barato hoy vale cerca de 42 millones y en los años setenta, un Renault 4 o un Simca 1000, no superaba los 90 mil pesos”. Le expliqué que esa afirmación tiene verdad y ficción. En la ficción los profesores tenemos responsabilidad por omisión que se paga cara en la política nacional.
El fenómeno de los precios tiene dos dimensiones, una real y una monetaria-nominal. La real que atañe a la oferta/demanda de la mercancía, y la monetaria a la oferta/demanda de la moneda que facilita su intercambio. Si su demanda aumenta y la oferta sigue igual, el valor de la moneda se aprecia, y en consecuencia, disminuyen los precios de las mercancías que adquirimos con ella. Al contrario, si aumenta su oferta (lo más común), su precio baja, se deprecia, aumentando comparativamente los precios de las mercancías. Por consiguiente, la fortaleza de una moneda radica en la dificultad de aumentar su stock y su debilidad cuando es proclive a sufrir fáciles incrementos.
El stock de moneda legal depende del Banco de la República, que desde 1991 tiene el compromiso de controlarlo. Sin embargo, de abril de 2020 a octubre de 2021, se redirigió a expandirlo en épocas de recesión obligatoria por covid, mediante tres instrumentos: disminución de la tasa de interés hasta 1,75 %, disminución del encaje bancario hasta 8 % y aumento de compra de bonos. La triada generó liquidez, posibilitó el aumento del consumo, pero no el de inversión/producción y presionó la inflación, con un rezago de entre 16 y 24 meses. Hoy pagamos los platos rotos del aumento del stock de 2020, solo hasta que la inflación presionó, Banrep reaccionó incrementando la tasa desde el 1,75 % hasta el actual 12,75 % (el encaje aún se mantiene).
Si pudiéramos entender que lo que se infla es el dinero, comprenderíamos la doble distorsión que padecen los precios y el estallido que sufren los bolsillos.
Identificaríamos que los países con mayor inflación de alimentos son los que más han desvanecido el valor real de sus monedas (Zimbabwe, Venezuela, Argentina, Haití, Ruanda, Líbano y ahora Colombia). Y por tanto, enfocarnos en atender las causas y no en culpar sólo a factores de un lado del fenómeno (restricciones comerciales, la invasión a Ucrania, el terremoto en Turquía o la avaricia del tendero), y desentendernos del problema.
De paso acertaríamos en no imitar las políticas monetarias extranjeras. No es lo mismo inflar el dólar, como hizo también la FED en 2020-2021, que inflar el peso colombiano. El abaratamiento del dólar distorsionó los precios en Estados Unidos, pero gozó de salida mundial. El peso no sirve más allá de Ipiales o Cúcuta, y su devaluación genera una situación difícil, adentro y afuera, podemos comprar menos adentro, importar menos de afuera y ni hablar de los incentivos a la emigración.
Comprenderíamos que aunque los automóviles presentaban un precio nominal menor en el pasado, no significaba más baratos que hoy. Al suprimir el efecto inflacionario, los 90 mil del Renault que reseñaba mi estudiante, equivalen en nuestros días a 83 millones, por lo que su precio real es más bajo hoy, a pesar de la distancia nominal y la reciente inflación.
Y por último, entenderíamos que el afán del Banrep de subir la tasa de interés hoy, es para enmendar su error expansionista 2020, que se tardará la inflación en ceder varios meses más, dejando a su paso más pobreza y desigualdad monetaria de la que teníamos. Admitiríamos que no es una opción volver a bajar la tasa de interés y desencadenar un nuevo ciclo inflacionario, aunque el presidente lo pida a gritos, y el incremento de la tasa de interés nos indigne a todos.
¡Menos ficción en las aulas colegas!