La elección de Gustavo Petro generó grandes preocupaciones e incluso un sentimiento de temor en una buena parte de la población.
Por: Luis Jaime Salgar Vegalara. Mejor Así
El precio del dólar se disparó mientras que la acción de Ecopetrol, que es la de mayor importancia en la Bolsa de Valores de Colombia, perdió cerca de una tercera parte de su valor.
Es cierto que hubo factores externos que influyeron de manera sensible en esos comportamientos. No obstante, es imposible pasar por alto que en 2022 Ecopetrol tuvo el mejor desempeño de toda su historia.
Durante ese mismo año, las exportaciones de Colombia crecieron en un 50% en comparación con las del 2021. Con esos resultados, la acción de Ecopetrol ha debido tener un muy buen desempeño el año pasado y el dólar ha debido terminar, si acaso, con una ligera devaluación, tal como lo atestiguan otras economías comparables.
El miedo de muchos de los colombianos y las declaraciones incendiarias y propuestas de reforma normativa y de política pública contrarias al funcionamiento del mercado, contribuyeron a estos -y otros- muy malos resultados.
Hace ya tiempo, sin embargo, que la situación descrita poco cambia. La acción de Ecopetrol ha perdido algo más de valor mientras que el peso ha recuperado parte del terreno perdido. El país aún crece, aunque cada vez a un ritmo más bajo, y el desempleo ha cedido algunos puntos básicos adicionales.
Ésta no es, ni más ni menos, una situación virtuosa. Es, más bien, el resultado de un país que poco a poco se ha venido acostumbrando a un gobierno incompetente, que carece de las calidades y competencias necesarias para sacar adelante el proyecto político con el que logró convencer a sus votantes y que resultó ganador en las urnas.
Petro llegó a la Presidencia de la República con una revolucionaria agenda de transformación social, política y económica cuya implementación exigiría socavar los pilares básicos sobre los cuales descansa nuestro entramado institucional: reconocimiento de las libertades individuales, separación de la sociedad civil y el Estado, protección a la propiedad privada y a la libre iniciativa, libertad de opinión y de prensa y garantías para el ejercicio de la oposición.
Desmontar estos pilares institucionales y cambiarlos por otros distintos es un proyecto de una enorme dimensión cuya implementación exige niveles altísimos de persuasión. En la América contemporánea sólo Hugo Chávez y, hasta cierto punto, Daniel Ortega lograron recibir de los votantes un cheque inicial en blanco para transformar sus respectivos países de manera radical. Cheque que claramente malgastaron en el camino.
Petro no parece estar en la misma situación. Su elección obedece, en parte, al reclamo legítimo de diversos sectores por la incapacidad del Estado de responder adecuadamente a las necesidades de una sociedad acosada por la corrupción y la inequidad, mezclado, de manera habilidosa, con sentimientos de odio y rencor que Petro supo alimentar con una experticia digna de admiración, pero que no ofrecen contenido alguno para la construcción de un proyecto de país, por más ilusorio que éste sea. Es decir, arrancó con un saldo menos voluminoso.
La falta de norte, la designación de personas que en muchos casos carecen de los conocimientos y competencias para realizar sus funciones y la constante improvisación que se observa en varias de las entidades del gobierno central han hecho que el proyecto político de Petro se vaya desdibujando.
El presidente se ha visto sorprendido por la tozudez de la realidad. Una realidad que cada día le resulta más esquiva. Las Cortes han cumplido de manera responsable con su deber de fijar los límites a iniciativas encaminadas a subvertir la Constitución y a pasar por encima del ordenamiento jurídico. El Congreso se ha negado a embarcarse en proyectos políticos con rumbo desconocido. Los partidos han ido marcando día a día una mayor distancia. Sus votantes sufren de desilusión.
Se trata de un Gobierno que aparentaba fortaleza, que se mostraba capaz de impulsar una agenda radical, pero que ahora exhibe síntomas constantes de debilidad y señas de no saber para dónde va.
Pero lo que en mayor medida llama la atención es la erosión de la imagen presidencial. Un desgaste prematuro del cual Petro es el responsable exclusivo. Sus constantes desaciertos lo dejan ver ajeno, errático. Desde su compromiso con la política del decrecimiento hasta su afirmación según la cual una de las formas de reducir el delito consiste en sustraer del Código Penal algunas de las conductas sancionables, la fila de incoherencias, errores y francos disparates es innumerable: el lanzamiento de un acuerdo de cese al fuego que no estaba acordado, la incomprensible conferencia en la Universidad de Stanford, sus constantes desplantes e inasistencias a foros que reclaman su participación y la tesis según la cual su posición de Jefe de Estado lo ubica por encima de una de las entidades de la administración de justicia, son sólo algunos de los ejemplos.
La propuesta de subir los aranceles (y aumentar por esta vía el precio de los bienes importados, muchos de los cuales hacen parte de la cadena productiva) para reducir la inflación, que es el último de sus planteamientos, no podría resultar más contradictorio.
El presidente de la República acumula en Colombia mucho poder. Una persona que desde esa posición persiga unos objetivos equivocados o elija mecanismos ilegítimos para alcanzarlos puede hacer mucho daño. El actual presidente no es la excepción. El proyecto populista que encabeza constituye un claro riesgo para la consolidación de una sociedad democrática.
No obstante, sus constantes desaciertos llevan a que Petro pierda cada vez más el papel de dueño de los miedos de los colombianos para asumir la función de rey de burlas de la población.
Una tragicomedia que así no logre trastocar de manera integral nuestros principios básicos, sí nos va a dejar una abultada factura cuyo precio tendremos que pagar.