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Luis Jaime Salgar migrantes

Estamos exportando colombianos

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Un artículo de prensa de la semana pasadacomentaba con cierto tono de entusiasmo que en los últimos 10 años las remesas que les envían los colombianos residentes en el exterior a sus familiares que permanecen en el territorio nacional pasaron de representar el 1.1% del PIB al 2.8%.

A mí, la noticia me deja un mal sabor en la boca. Si bien considero positivo que el país se beneficie de las rentas que generan nuestros paisanos en otras partes, no puedo dejar de pensar que esta situación tiene una faceta que me resulta lamentable.

Pienso en los miles de personas que, de manera recurrente, toman la decisión de ir a otros lugares con la esperanza de encontrar allí unas oportunidades que aquí no encuentran. En términos generales, son personas jóvenes, que están en sus años más productivos y cuyo trabajo en mucho podría beneficiar al país. Claro, si encontraren el espacio adecuado para realizarlo.

La decisión de partir y de buscar suerte en otras latitudes es dura. Quienes parten dejan sus familias atrás. Sus hijos quedan con frecuencia al cuidado de abuelas y abuelos. Los inmigrantes se enfrentan a la estigmatización y al desarraigo. El solo hecho de llegar al lugar de recepción suele estar lleno de peligros que comprometen incluso la vida de quienes lo intentan. Y, sin embargo, se van.

¿Actúa de manera tonta quien elige por salir del país para perseguir en el extranjero el sueño del progreso? Para nada. Como sucede con frecuencia en la esfera económica, este cambio profundo en su proyecto de vida tiene un sustento de racionalidad: las personas evalúan las ventajas y desventajas de la decisión, sus amenazas y muchos optan finalmente por partir.

Varias de ellas fracasan. Hay miles de testimonios de quienes dejaron su tierra en busca de un mejor futuro y no encontraron sino penas y desgracias. ¿Se equivocaron? No. Simplemente, tomaron un camino altamente riesgoso; un camino en el cual nada está garantizado.

Al lado de los testimonios de quienes han fracasado en esta empresa, encontramos también los de quienes han tenido éxito, a pesar del alto precio que en no pocas ocasiones han tenido que pagar. Precisamente, por eso es que muchos conservan el deseo de partir. Aún hay tiquetes de lotería para la venta y aún hay quienes se ganan el premio mayor.

Por supuesto, no cuestiono la decisión individual de quienes abandonan el país para buscar por fuera unas oportunidades que acá no consiguen. Mi preocupación radica en el tipo de sociedad que se construye a partir del trabajo que los nacionales realizan en el exterior y de los dineros que envían para sostener a los que han dejado atrás.

El incremento que han tenido las remesas como parte del PIB refleja una sociedad que se ha hecho cada vez más dependiente de esas actividades productivas que acometen nuestros nacionales en tierras extranjeras pero que realmente no integran las fuerzas que muevan la economía nacional. O que la mueven sólo de manera residual, a partir de los dineros que ellos envían.

Es un beneficio a medias. Las remesas terminan por acostumbrar a sus receptores a beneficiarse de unos recursos que vienen de otro lado sin que haya evidencia del esfuerzo que ha costado generarlos. Sus destinatarios ven el dinero, pero no el sudor que lo acompaña.

El aumento de las remesas ilustra también sobre las dificultades que enfrenta nuestro mercado laboral para poder recoger el trabajo de cientos de personas que día a día salen del país para forjarse un mejor mañana en otras latitudes. Es síntoma de un país que se ha venido acostumbrando a hacer de sus pobladores -y del futuro que todos ellos tienen por delante- un producto de exportación.