La entrante presidente de México, Claudia Sheinbaum, armó un incidente diplomático de alto calibre al abstenerse de invitar a Felipe VI de España a su posesión. La idea de excluirlo obedece a que el rey se abstuvo de dar respuesta a una solicitud que le presentó el ya casi expresidente López Obrador en el sentido de presentar excusas por los agravios causados por España a los pueblos americanos durante la Conquista y la Colonia.
En su calidad de jefes de Estado, los reyes europeos -o sus representantes- suelen participar en la toma de posesión de los mandatarios elegidos democráticamente. Es una antigua práctica que destaca el significado histórico de los monarcas, así el papel que ellos tienen sea cada vez más simbólico.
No me voy a meter en el debate eterno acerca de si en las sociedades contemporáneas tienen o sentido figuras de este carácter. Menos aún desde nuestra patria, republicana desde su nacimiento. Al fin y al cabo, corresponde a cada país definir las tradiciones que considera oportuno mantener y aquellas que desea superar.
Me limito a resaltar que la exclusión de Felipe VI obligó al presidente de gobierno español, Pedro Sánchez, a abstenerse de ir. La entrante presidente mexicana no le dejó ninguna otra alternativa.
El acontecimiento me ha llevado a reflexionar si debería el rey de España, el Gobierno español, su Parlamento o alguna de sus autoridades pedir perdón por lo sucedido en estas tierras desde finales del Siglo XV hasta principios del XIX.
De manera alguna pretendo desconocer el impacto de lo sucedido. La Conquista de América fue un proceso brutal que llevó a la aniquilación de una gran cantidad de seres humanos, en parte por la violencia de la que fueron víctimas, pero también a causa de las enfermedades que trajeron los peninsulares y otros europeos y frente a las cuales los indígenas no tenían defensas. La Colonia continuó con los actos de crueldad al tiempo que impuso un régimen de castas que agravaron la fragmentación de nuestras sociedades.
La trata de miles de personas que literalmente fueron cazadas en África a partir de los inicios del Siglo XVI y traídas a América en calidad de esclavos es otro de los capítulos que se suma a los horrores que sobrevinieron con la llegada de los españoles a América.
¿Cómo cuestionar entonces el llamado que le formuló AMLO a Felipe VI para que, en nombre de su país, pida perdón por lo sucedido?
El enigma se resuelve cuando logramos identificar dónde está la España que emprendió la Conquista e implementó la Colonia; en establecer sobre quiénes recae realmente el peso de lo que sucedió en este continente a partir de 1492.
Basta con mirarnos a nosotros mismos para descubrir que también nosotros -y sobre todo, nosotros-, los que acá estamos, somos quienes hicimos parte del carnaval. España no se fue. Una buena parte de España se quedó. Se quedó y se mezcló con los pobladores originarios y con los negros que llegaron por millones.
Sin embargo, no es la violencia lo que nos distingue. Si la violencia fuera el único criterio, quizá nos veríamos abocados a reconocer que este terreno el continente europeo es quien lleva la ventaja. ¿No tiene Europa acaso un historial de guerras sádicas celebradas durante más de mil años?¿Acaso no fue en Europa donde se libraron las dos más violentas confrontaciones que ha visto la humanidad de toda su existencia?
Así lo entendió Europa una vez terminada la Segunda Guerra. Fue a partir de esta última conflagración fratricida que ella logró construir las instituciones que la han traído el período de paz y estabilidad más largo que ha tenido desde hace varios siglos.
De manera que no es la violencia, sino la mezcla brutal de las tres culturas y razas que aquí confluyeron lo que realmente nos diferencia.
Ese es nuestro origen. Somos el resultado de una fusión que, aunque bárbara, ya no podemos echar para atrás, como tampoco se pueden echar para atrás las guerras ya libradas en los demás rincones del planeta.
Lo que nos corresponde ahora es entender cómo sanamos las heridas y los dolores que no hemos logrado curar. No mediante acusaciones que ya para nada sirven, sino a través de la construcción y fortalecimiento de nuestros vínculos y de nuestras instituciones.
Éste es un proceso propio, que debe surgir de nosotros mismos. Un proceso frente al cual el rey Felipe VI poca responsabilidad tiene y poco nos puede ayudar.