Los votantes de Petro pertenecen, en términos generales, a tres categorías. La primera estaba compuesta por una serie de personas cansadas de un Estado inequitativo, que veían en las propuestas de Petro una alternativa que podía llevar a la construcción de un mejor país; personas de diversos orígenes y estratos llenas de preocupaciones válidas respecto a la necesidad que tenemos de orientar nuestro proyecto de sociedad hacia un futuro viable.
Estas personas guardaban la esperanza de que en el entonces candidato hubiere una cara moderada.
El segundo grupo lo integraron todos aquellos que fueron movidos por los mensajes de odio y de resentimiento que Petro ha alimentado magistralmente desde hace años y que ha intensificado desde su llegada a la Presidencia; personas convencidas de que el Estado colombiano es esencialmente ilegítimo y a quienes se les ha convencido de que sus desdichas son causadas, no por los vicios y errores que hay en el sistema y que debemos corregir, sino por un régimen explotador y mezquino cuyas instituciones hay que derrocar.
Estas personas siguen la faceta más populista y perversa de nuestro mandatario.
Finalmente están los muchos votantes movidos por las toneladas de dinero que la campaña del actual presidente puso a rodar por todo el país para asegurar su llegada a la Casa de Nariño; desde las bolsas llenas de billetes en efectivo que se movían en tiempos pretéritos hasta las 15 mil barras que Armando Benedetti afirma haberle llevado a la campaña pasando por los cerca de mil millones que habrían llegado por vía de delfín presidencial y de los cuales él se reservó una tajada.
De los tres tipos de votantes, el que más me preocupa es el primero. El segundo responde a los instintos más precarios del ser humano; personas que actúan de acuerdo con los lineamientos populistas que tanto eco han tenido en los últimos años, desde la doctrina del Socialismo del Siglo XXI que pusieron en marcha Chávez, Maduro y sus demás cómplices y que tanta miseria ha llevado a Venezuela, hasta las posiciones tendenciosas e irresponsables que ha empujado Donald Trump y que podrían regresar a la escena global para perjuicio de la humanidad.
Son sectores de la población decepcionados de todo, muchas veces incapaces de resolver por sí mismos sus problemas y definir su camino, ansiosos de recibir gratuitamente las soluciones mágicas que habrán de venir de un gobernante salvador. Aventuras cuyo desenlace conocemos bien.
Del tercero, no hay mucho que decir. Se trata de un defecto de nuestras prácticas electorales que ha hecho nido desde hace varias décadas y que cada vez cobra mayor dimensión. Un proyecto político tan efectivo como el actual -efectivo con los 15 mil de Benedetti, los mil más de Nicolás, los que guardaba Laura en la caja fuerte, los que había antes en las bolsas de basura- no podía ser ajeno a semejante caramelo que tanto facilita el acceso al poder.
Pero es el primer grupo de votantes el que me genera profundos interrogantes. Y, aunque soy consciente de los riesgos que implica controvertir las decisiones electorales de los demás, no puedo dejar de preguntarme qué lleva a una persona racional y moderada, que respeta los valores básicos de la civilidad, a optar por una propuesta que claramente se aleja de estos principios.
Vimos en la campaña un número no menor de personas -académicos, artistas, empresarios, líderes de opinión, exministros- que manifestaron su respaldo y que le dieron legitimidad a un personaje que desde hace muchos años había dado ya muestras de sus decisiones erráticas, de su talante antidemocrático, de su desprecio por las instituciones y las reglas de juego, de su fobia a las libertades, a la innovación y a las actividades productivas.
Incluso hubo quienes, provenientes de la institucionalidad e integrantes de sucesivas administraciones, se unieron en sus inicios a esta novedosa iniciativa. ¿Cómo sucede que personas sensatas, respetuosas de los ideales del Estado liberal, adhieren a un proyecto político con marcadas notas totalitarias y claros vicios políticos?
Los hechos son tozudos: a la embestida del Gobierno contra la salud, los servicios públicos domiciliarios, las actividades extractivas, la infraestructura, la educación superior y las pensiones; a su cercanía y tolerancia con los grupos narcotraficantes y violadores de todos los derechos humanos; a la cesión del territorio a los actores armados ilegales; a su amistad con regímenes dictatoriales de todos los pelambres; a todo ello, se suma ahora su defensa de un grupo terrorista que lanza un ataque cobarde, rastrero y miserable contra una población que se limitaba a gozar del día a día y que ahora observa los cuerpos desmembrados de sus niños y ancianos, de sus madres, a través de podcasts siniestros que publicitan la atrocidad.
¿Eran esos los resultados que anhelaban quienes acompañaron la opción que hoy nos gobierna?