El Estado de Emergencia declarado en julio pasado es un ejemplo más de una administración que insiste en pasar por encima de las reglas de juego.
Por: Luis Jaime Salgar Vegalara. Mejor Así
Y se cayó la emergencia. Era una decisión que ya habíamos presagiado. Su declaratoria obedeció -tal como lo dijimos en varias oportunidades- al uso inadecuado de los mecanismos de excepción que contempla nuestro ordenamiento jurídico. De nada valieron las voces de quienes, desde distintos sectores, manifestamos nuestra preocupación por la intención del presidente de acudir a esta figura extraordinaria para dar respuesta a problemas que claramente podía -y debía- atender a través de las herramientas ordinarias.
El Estado de Emergencia declarado en julio pasado es un ejemplo más de una administración que insiste en pasar por encima de las reglas de juego, de saltarse los procedimientos que acompañan la construcción de las decisiones públicas; un comportamiento en el que de manera recurrente incurren los gobiernos autoritarios.
Por ello, corresponde ahora orientar el foco hacia el análisis de las responsabilidades, tal como lo ordena la Constitución: “El presidente de la República y los ministros serán responsables cuando declaren el Estado de Emergencia sin haberse presentado alguna de las circunstancias previstas en el inciso primero, y lo serán también por cualquier abuso cometido en el ejercicio de las facultades que la Constitución otorga al Gobierno durante la emergencia”.
Es posible que, fiel a su tradición, el Gobierno busque repartir las culpas, campo en el cual ha demostrado una amplia experticia. Seguramente vengan ahora las declaraciones retadoras y las manifestaciones en contra de una decisión que -se dirá- impide que el Estado se haga cargo de una población en marcada situación de marginalidad.
De manera que hay que decirlo desde ya con la claridad que el asunto merece: el único responsable de lo sucedido es el propio presidente, su gabinete y algunos otros personajes de las entrañas del Palacio de Nariño que participaron en la elaboración de la medida (tales como el secretario jurídico de la Presidencia, quien, en un acto de decoro institucional debería presentar su renuncia en compañía del ministro del Interior).
La responsabilidad del presidente en la declaratoria de una emergencia carente de fundamento admite dos dimensiones. La primera: haber adoptado una decisión que no estaba facultado para adoptar. Es inadmisible que el Gobierno se haya empeñado en acudir a una figura carente de fundamento, que manifiestamente habría de conllevar al desgaste delas instituciones públicas.
La emergencia faculta al Gobierno para asumir de manera temporal funciones que son propias del Congreso y que, por tanto, afecta los pesos y contrapesos que aseguran el adecuado funcionamiento del sistema democrático. Su utilización injustificada es una muestra -otra más- del talante dictatorial que ha exhibido Petro desde el inicio de su mandato. La emergencia tenía un tufillo de ley habilitante, figura de cuyas funestas consecuencias nos podrán dar lecciones en la vecina República Bolivariana. A lo anterior se suma el esfuerzo en el que tuvo que incurrir la Corte Constitucional para llegar a una decisión cuyo contenido conocíamos incluso cuando la propuesta comenzó a circular a través del órgano oficial de difusión de las decisiones estatales: Twitter (ahora X).
La segunda, y más grave: la responsabilidad que proviene de la promulgación de una medida inconstitucional que generó todo tipo de expectativas ilusorias e incumplibles, y que por ello erosiona la legitimidad del Estado. La finada emergencia contemplaba un catálogo de medidas, tan amplio como indeterminado, que iban desde la protección de las fuentes de agua (campo de primera importancia, frente al cual el Gobierno nada había hecho, pero al cual la Corte le dio un año de gracia, ojalá sin afectar los intereses legítimos de otros sectores) hasta el cambio en las reglas de juego en materia de frecuencias radioeléctricas y la creación de una nueva universidad para la Guajira. Un “planecito de desarrollo” que el Gobierno pretendía implementar por la puerta de atrás, luego de haberse abstenido de incluir en su plan de gobierno para los próximos cuatro años cualquier política a favor de este departamento, abandonado hasta de sí mismo.
Inadmisible que el Gobierno del Amor juegue de esta manera con las ilusiones y los sueños de tantas personas, aquejadas por tantas las necesidades. No se nos olvide jamás que el amor es un “sentimiento de vivo afecto e inclinación hacia una persona a la que se le desea todo lo bueno” y no, como lo dijo la Procuradora, una oportunidad para instrumentalizar a los sectores más débiles de la población.
Posdata: Gravísima la toma violenta de Semana por parte de la minga indígena. Una acción delincuencial que no sólo constriñe la libertad de prensa, sino que socava los pilares básicos del sistema democrático y del Estado de Derecho. Imposible pensar que haya el castigo que la ley ordena. Seguramente suceda lo contrario: un acto heroico al cual premiar.