Cada día pululan con mayor intensidad lemas y consignas que, con sus vistosos disfraces, esconden intereses de diversas naturalezas e impiden evaluar de manera ponderada y consciente las decisiones que más convienen a la población. Narrativas que desfiguran la realidad y que facilitan el avance de proyectos políticos que conspiran contra lo que dicen defender.
Por ejemplo, en el marco del fallido trámite del proyecto de ley estatutaria de educación, Fecode manifestó su desacuerdo con que se utilizaran recursos públicos para la educación privada. De hecho, ese fue uno de los caballitos de batalla a los que acudió el sindicato de los educadores para hacerle un paro al gobierno que ellos mismos contribuyeron a elegir. En otra frase altisonante, de esas que suelen contaminar el debate público nacional, el presidente Petro señalaba que la salud no era un negocio sino un derecho.
Estas dos manifestaciones, entre las muchas que hay de la misma especie, coinciden en su -aparente- desprecio por el ejercicio de las actividades privadas. De hecho, éste ha sido uno de los rasgos que ha caracterizado el actual gobierno: su ataque constante a libertad de empresa y su deseo permanente de someter al individuo a la órbita estatal.
Se trata, digo, de un desprecio hacia las actividades privadas que es sólo aparente porque lo que en realidad persiguen estos pronunciamientos es proteger un tipo de actividad privada, una apropiación.
La negativa de Fecode a que se utilicen recursos públicos para la financiación de la educación privada pasa por alto que, por ser un servicio público, la educación tiene siempre una dimensión pública. Un experimento sencillo lo demuestra. Para el efecto, nos vamos a dejar guiar por unas preguntas elementales que orientan el debate: ¿Qué esperan los padres de familia del sistema escolar? ¿Cuáles son las expectativas de la persona que acaba de recibir su diploma de bachiller y que ahora desea elegir entre una u otra carrera?Esas personas buscan sólo dos objetivos: acceso y calidad. Y es a ello a lo que se debe comprometer el Estado. Sucede lo mismo con la salud.
Pero no son sólo esas personas las que se preocupan por el acceso y la calidad de la educación y de la salud: todos estamos de acuerdo en que se trata de servicios imprescindibles para promover una más justa sociedad. Precisamente esa es una de las razones por las que pagamos impuestos y por las que exigimos que se incluyan partidas presupuestales adecuadas para financiar su prestación.
Con garantías adecuadas de acceso y calidad, la pregunta acerca de quién, en concreto, ejerza la función pasa a segundo plano. De manera que los que a través de nuestros impuestos asignamos parte de nuestros recursos privados para costear la salud o la educación de todos, no buscamos financiar un sector, un gremio o un sindicato, sino que perseguimos la satisfacción de propósitos superiores.
La concurrencia de oferentes financiados con los recursos públicos promueve la libertad de los destinatarios del servicio para escoger la opción que más les acomoda y facilita la evaluación de los resultados. En palabras simples, la concurrencia de lo público y lo privado, las dos esferas en las que el ser humano siempre habita. Una verdad de a puño que genera siempre la animadversión de Fecode y de quienes siguen ideas similares.
Su oposición a que se utilicen recursos públicos para financiar la educación que prestan los privados encubre las amplias ventajas de las que ya goza y oculta su pretensión de fortalecer el monopolio con el que ya cuenta. Un monopolio que no siempre beneficia a los destinatarios finales de sus servicios, pero que sí asegura en todos los casos sus intereses.
Estas narrativas fomentan la construcción de un imaginario según el cual los actores privados son unos seres ambiciosos que sólo persiguen su propio enriquecimiento. Aunque falso, es uno de esos relatos que de tanto repetirlo, termina por hacer carrera.
No niego el inmenso aporte que han hecho muchos de los maestros oficiales al progreso del país, el coraje que han mostrado al estar presentes en las regiones más peligrosas y marginadas de su territorio, los riesgos a los que se han vistos expuestos por el solo hecho de cumplir con su trabajo. Esta misión bien les merece un reconocimiento y bien legitima las reclamaciones de los que hablan en su nombre.
Sin embargo, los aportes que han hecho no nos impiden examinar de manera amplia las consecuencias de sus decisiones. Envueltos en sus privilegios, Gobierno y Fecode acuden a declaraciones llamativas que avivan los ánimos e incendian las pasiones; a narraciones fatales que, con un descarado tufillo de acusación y denuncia, moldean a su acomodo la realidad que más beneficia sus prerrogativas mientras impiden cambios que, sobre la base de la evidencia, bien podrían ayudar a la construcción de un mejor país.