La radiografía actual de la política colombiana ha variado drásticamente. Sin duda la constitución de 1991 generó unos cambios abismales con las prácticas que de antaño se venían realizando en el país, en donde prevalecía la cultura del trabajo político, en el cual los líderes eran puentes o nexos de comunicación entre los más necesitados y las órbitas de poder estatal.
Por MARCO TULIO GUTIÉRREZ MORAD
Infortunadamente, terminaron mutando al mejor estilo de la obra de Kafka, en lo que hemos denominado la “profesionalización” de la política, práctica mediante la cual el ejercicio público dejó de ser un servicio cívico para favorecer a la ciudadanía y servir de interconexión entre los más débiles con el Gobierno, para transformarse en una muy lucrativa profesión, más lucrativa, incluso, que el ejercicio del derecho, de la medicina o de la ingeniería.
Para nadie es un secreto el valor que tiene una campaña a una corporación de elección popular. Se habla de varios miles de millones de pesos. Eso solo tiene una explicación lógica: debe existir una tasa de reversión lo suficientemente alta para que efectivamente tenga sentido gastar esas descomunales cantidades de dinero en campañas. Bajo esa óptica, aparecieron en la escena política unos actores fundamentales e incuestionables en su protagonismo electoral: los contratistas. Empresas de todo tipo de actividades económicas, dedicadas a lucrativos negocios con el Estado, se han vuelto los financiadores de la maquinaria política del país, un verdadero poder oculto tras el poder.
Situaciones insólitas y sorprendentes ponen de manifiesto la delicada situación por la que trasegamos. Departamentos o regiones con un muy limitado censo electoral aparecen con resultados desbordantes de sus candidatos que, en su primer ejercicio electoral, logran conteos por encima de los 100.000 votos. Sin duda, solo hay una respuesta: el dinero tras la organización.
¿De dónde viene ese dinero? La respuesta es sencilla y todo el mundo la conoce: viene del financiamiento, muchas veces subrepticio y oculto, que ingresa a las campañas de mano de contratistas, quienes –como si se tratara de una etapa precontractual– compran sus futuras adjudicaciones entregando el dinero a quienes serán sus representantes. Esta figura, pese a ser el común denominador de nuestras prácticas políticas, nadie la denuncia ni nadie la reprocha.
Por ello, desde hace varios años surgió la famosa Ley 996 de 2005, denominada Ley de Garantías, en cuyo artículo 38 se estableció la prohibición a los servidores públicos de celebrar convenios o contratos interadministrativos durante los tiempos de campaña electoral. Esto, con el firme propósito de hacer contención a la problemática aquí referida.
Sin embargo, dicha ley, sin darnos cuenta, también introdujo unas incomodidades naturales a cientos de miles de contratistas colombianos, aquellos que precisamente no tienen qué ver en lo absoluto con el entramado de la corrupción y de la financiación indebida de campañas; aquellos ciudadanos de a pie que dependen de un contrato para solventar los gastos de sus familias; aquellos que viven un calvario en un año electoral, porque deben afrontar cerca de cuatro meses de total zozobra y que en muchos casos lleva a la vacancia total durante ese periodo, lapso en el cual no hay posibilidad de consecución de ingresos.
“La Ley de Garantías está vigente desde hace más de una década y su aplicación no ha logrado erradicar las prácticas censurables entre políticos y contratistas. Por el contrario, durante la vigencia de esta normatividad es cuando se han incrementado prácticas aún más perversas”.
La Ley de Garantías está vigente desde hace más de una década y su aplicación no ha logrado erradicar las prácticas censurables entre políticos y contratistas. Por el contrario, durante la vigencia de esta normatividad es cuando se han incrementado prácticas aún más perversas, como la aplicación indebida de las excepciones a título de urgencias manifiestas para la contratación directa. Y mientras tanto, los miles de abogados, ingenieros, diseñadores y demás profesionales que dependen para su subsistencia de un contrato estatal sí deben afrontar el rigor de la imposibilidad de celebrar o prorrogar los contratos que vienen ejecutando y con los cuales subsisten.
Antes que pensar en estas paradójicas situaciones, ¿no será más oportuno preguntarnos cuál ha de ser la función de los entes de control, en especial Contraloría y Procuraduría, a la hora de evaluar las adjudicaciones de los contratos, y lograr así la materialización de las funciones constitucionales de estas entidades, la una como guardiana del erario y la otra como ente disciplinario de los funcionarios públicos? Se trata sencillamente de ubicar el debate lejos del escenario populista y ponerlo donde debe estar: ¿qué necesitamos en estos momentos pospandemia?
Lo lógico es que la gente, los contratistas de a pie, millones de colombianos que dependen de los contratos estatales, puedan seguir ininterrumpidamente ejecutando sus funciones y puedan incluso aspirar a una prórroga. Ya sabemos los titánicos desafíos que deben afrontar para que se les paguen las cuentas de cobro; estar al día en seguridad social y parafiscales, presentar los respectivos informes y esto a merced de no tener derechos laborales como los demás trabajadores del país.
Es claro: a la gente no le gusta ver los videos del presidente Iván Duque en sus días de senador, en 2015, oponiéndose a que tocaran la Ley de Garantías y ahora su gobierno apoyando la reforma. Sin embargo, la disposición aquí aprobada, lejos de un debate ideológico, se constituye en una herramienta para que los pequeños contratistas tengan estabilidad, especialmente ahora en un momento tan delicado para las empresas. Reiteramos: el mensaje acá es otro, y es la orden que debe dar el Presidente de la República a los entes de control y a la Fiscalía General de la Nación para perseguir a esos grandes contratistas que aceitan la grasa de la maquinaria política y que tanto daño le han hecho a la institucionalidad del país.