Por Marco Tulio Gutiérrez Morad
El próximo 4 de julio se conmemoran 30 años de nuestra Constitución Política. La celebración debe ser enmarcada en el análisis detallado de lo que significó en nuestro contexto esta nueva carta.
Para ello, es necesario ubicarnos incluso varios años antes del 91, en los años 70, en especial en los gobiernos de López Michelsen y Turbay Ayala, cuando ya se venía gestando la necesidad de cambiar o modificar la casi centenaria carta de Núñez, que a su turno había sido permeada por los cambios dogmáticos y filosóficos introducidos por el germen del Estado Social de Derecho con la Constitución Weimar y, a su turno, la de los Estados Unidos de México, en 1917, modificaciones que se materializaron con las reformas del año 36.
Así mismo, tres décadas después, en 1968, se modificó el alcance del texto de la de 1886 para adaptarlo a las necesidades de la administración pública que para aquellas calendas suponían el cambio hacia una concepción de Estado mucho más moderno que prescindiera de ese excesivo centralismo cuasi feudal en el que yacía el sistema democrático colombiano. Para aquel entonces, a diferencia de lo que hoy acontece, el Presidente de la República tenía la facultad constitucional de nombrar a los gobernadores de los departamentos y estos, a su turno, la de elegir a los alcaldes de sus municipios. Es decir, un sistema que de democrático no tenía mucho.
Recordamos con cierta jocosidad cómo en un examen preparatorio para acceder al título de abogado, en el que el evaluador preguntó sobre los requisitos para ser elegido alcalde; el mismo profesor, de manera graciosa y ante el silencio angustiante del alumno examinado, se respondió: el requisito es ser amigo del gobernador.
Y sí, nada más cierto. Ese era uno de los retratos de nuestra idiosincrasia legal. De ahí que fuera menester acomodar muchas de nuestras prácticas, las cuales eran una lógica herencia de una sociedad que había evolucionado siempre dentro de unos marcos clasistas y elitistas. O qué hablar de los requisitos para ser congresista bajo la luz de la Constitución de 1886: era exigencia ser abogado y tener un nivel sociocultural que permitiera inferir que se trataba de alguien con los medios económicos suficientes para llegar al legislativo, es decir, una especie de oligarquía. Solo la élite podía llegar al parlamento.
Pero, tal vez lo más angustiante, era una carta que no preveía la posibilidad de materializar o proteger los incipientes derechos fundamentales que habían sido reconocidos dentro de la órbita de garantías fundamentales.
Todas estas complejas situaciones, así como el mismo desgaste institucional que había traído el conflicto con el narcotráfico y la contención armada de la insurgencia, hicieron que un grupo de estudiantes de derecho de finales de los años 80 auspiciara la posibilidad de un cambio constitucional, que fue edificado dentro de nuestra tropicalidad. Entre los constituyentes había un perfil tan variado que, en discusiones sobre hacienda pública, se vieron en el mismo salón al doctor Alfonso Palacio Rudas y al profesor Francisco Maturana, quien había capitalizado la clasificación de la selección nacional al mundial de 1990 para hacer sus pinitos políticos, nada más y nada menos que como constituyente.
Fue así como ese 4 de julio de 1991, el presidente César Gaviria, en compañía de Álvaro Gómez Hurtado, Horacio Serpa Uribe y Antonio Navarro Wolf, nos presentaron la que sería nuestra nueva carta, la cual, en 30 años, ha sido reformada en 44 oportunidades. Se han introducido la extradición, la reelección, los acuerdos de paz, en fin, toda una gama de modificaciones. Esto ha hecho que, a diferencia de lo que sucede con constituciones más pétreas –como la de los Estados Unidos, que yace incólume desde su promulgación con la excepción de las enmiendas–, nuestro aparato constitucional esté siempre a la orden de cualquier tipo de discusión.
Sin embargo, en términos reales, la carta de 1991 trajo cambios impresionantes y palpables para la sociedad colombiana. Por ejemplo: la institución de la acción de tutela, que ha permitido la materialidad de los derechos fundamentales, los cuales con la carta de Núñez eran una quimera. Aunque la tutela presenta muchas fallas, ha logrado consolidarse como una herramienta real para las necesidades de los más necesitados.
El año 1991 supuso un cambio orgánico para nuestro ordenamiento. Flamantes nuevas instituciones, como la Fiscalía General, suponían una transformación estructural de nuestra justicia, una apuesta por un sistema penal moderno y consecuente con los requerimientos de Colombia. Es una institución que puede estar plagada de vicisitudes, pero es, a toda luz, una mejor experiencia que la del otrora sistema inquisitivo, en el cual la titularidad de la acción penal yacía en cabeza de los jueces de instrucción.
Así mismo, la transición a un Estado laico y moderno ha sido un cambio que ha generado escenarios de progreso. Se suma también la base constitucional de la descentralización, que hizo que nuestro concepto de democracia se consolidara y lograra una maduración prácticamente nunca alcanzada, desde la génesis de nuestro Estado. Sin duda, estos aspectos marcaron una nueva Colombia, una efectiva aproximación al tan anhelado Estado Social de Derecho.
Sin embargo, la Constitución del 91, inspirada por las garantías fundamentales como lo es el derecho a la igualdad, eliminó los requisitos para la elección del legislativo y, sin darnos cuenta, esa situación terminó profesionalizando la política al margen de la preparación y la excelencia de cada parlamentario. Lo que hay es una carrera de consecución de recursos para llegar al Congreso, sin importar los medios por los cuales se obtiene el fin. Se generó una empresa electoral que involucra contratistas, empresarios y ‘donantes’ que, a cambio de contratos, dádivas y privilegios, financian a los políticos que aspiran a llegar al legislativo.
Con todo, es esta nuestra Constitución. Para algunos nostálgicos, un yerro; para otros, un sistema revolucionario que permitió la modernización de nuestro país. Pero, sin duda, fue un mecanismo de consolidación democrática que, en cabeza de los jóvenes de aquel entonces, logró proponer cambios profundos en nuestras instituciones. Y para conseguirlos, acudieron a la convocatoria a las urnas y no a la coacción a la ciudadanía ni a la institucionalidad con vandalismo, bloqueos y mitigación de la productividad del país.
¡Felices 30! ¡Que sean muchos más!