Hoy por hoy Bogotá es una ciudad inviable. Insegura, antipática, fea, sucia y desconsiderada con sus ciudadanos. La percepción general es que a los dirigentes no les interesa la calidad de vida de sus habitantes y que, por el contrario, la toma de decisiones es una constante batalla política de egos.
No existe una corresponsabilidad entre el aporte que la ciudadanía hace por medio de los impuestos junto con políticas congruentes acordes a las necesidades de sus habitantes. Tales son los casos del abuso del pico y placa, el exabrupto de las ciclorutas de la Séptima o los retrasos de las obras tras el cobro de la valorización. Pareciera que los alcaldes gobiernan para unos en contra de los otros. Es una burla grotesca a la ciudadanía.
Bogotá es una ciudad sin autoridad. La Policía es ineficiente ante el crimen y sumisa para contener el orden en la ciudad, pero los policías de tránsito, así como la mafia de las foto-multas, son tremendamente efectivas en imponer comparendos.
Los taxistas deciden hacer paro, exigiéndoles a los viajeros que cancelen sus vuelos, cómo lo comentó el “líder” del gremio de los taxistas Hugo Ospina (yo no llamaría liderazgo este tipo acciones bandidas y hamponas), y los encapuchados disfrazados de estudiantes atentan contra Transmilenio, afectando a la gente más necesitada de la ciudad.
Las calles siguen en mal estado y no se ven avances reales en las obras. Nos piden ser pacientes, mientras todas las obras de infraestructura, como el metro, se convierten en caballitos de batalla de la política nacional. Bogotá es una ciudad sin orden y sin el más mínimo respeto a las normas de convivencia ciudadana. En resumen, no es fácil vivir en esta ciudad.
Este panorama que todos los capitalinos tenemos en la cabeza, es un reflejo claro de la pérdida más grande que ha tenido Bogotá en sus últimos años: su cultura ciudadana. “El milagro bogotano”, al cual se aludió por varios años, gracias a las políticas públicas de Mockus y Peñalosa, fueron desvaneciéndose con la llegada de los gobiernos de izquierda, cuando el enfoque de la agenda cambió hacia una ciudadanía exigente de sus derechos, más no de sus deberes como ciudadanos.
El concepto de cultura ciudadana propuesto por Mockus se basó en la armonización de la ley, moral y cultura. Esta triada consiste básicamente en la transformación de los hábitos y comportamientos de la ciudadanía en espacios públicos y contextos sociales. Esto implica una autoregulación del comportamiento de los ciudadanos que se extiende a su relación por el respeto por las normas y la autoridad. Asimismo, condena y no aprueba acciones ilegales. Cuando existe este divorcio, la ciudadanía es permisiva, no se autoregula y se generan las condiciones perfectas para que aumente la delincuencia, la violencia y la corrupción.
Esto es lo que ha pasado con nuestra ciudad. Bogotá lleva años perdiendo este tejido social que hacía que la ciudad tuviera un norte próspero y una mejor calidad de vida.
El indiscutible triunfo de Carlos Fernando Galán como alcalde de Bogotá, con más de 1.4 millones de votos, refleja un evidente consenso electoral pocas veces visto. Existen diversas interpretaciones como el voto rebelde, en contra del Gobierno Nacional, pero también se puede deducir el agotamiento que los capitalinos sentimos de cómo nuestra ciudad es manoseada políticamente, impidiendo avances reales en Bogotá.
En este sentido, los retos de Galán van más allá de enfrentar la inseguridad, el hambre y continuar con las obras del metro. El gran desafío que Galán tiene como gobernante, es devolverle a Bogotá su cultura ciudadana y crear un modelo sostenible de ciudad de cara al futuro, que trascienda las divergencias ideológicas y al político de turno. Ya es hora de tener alcaldes dignos de nuestra ciudad. Esperemos que Galán cumpla con lo dicho: “Ganamos. Ahora estamos obligados a que ganen todos”.