Los tiempos están crispados. El panorama político evidencia el progresivo auge de los populismos que fortalecen la polarización. Como resultado, los extremos, tanto de izquierda como de derecha, amplían la asíntota de sus discursos; cercanos en su indignación, pero incapaces de encontrar puntos en común.
Esta circunstancia revela la fragilidad de las democracias liberales actuales, que fueron el modelo imperante tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Este modelo democrático, garante de derechos y libertades, junto con un sistema económico capitalista, representó el triunfo de Occidente y ofreció una promesa a los ciudadanos: acceso a la salud, la educación, la seguridad y el progreso económico.
Sin embargo, estas promesas incumplidas por parte de los Estados nacionales han desencadenado un sentimiento de indignación en la ciudadanía, que percibe al Estado y sus instituciones como fallidos e incapaces de protegerlos. Es cierto que las crecientes demandas de una sociedad diversa hacen que gobernar sea cada vez más complejo. Esta situación es aprovechada tanto por la derecha como por la izquierda radical, dejando en evidencia la debilidad del modelo político actual. Lo más preocupante es la batalla cultural entre tendencias ideológicas que defienden valores opuestos sobre los fundamentos de la democracia.
La primera tendencia, influenciada por la izquierda radical, es el movimiento woke, surgido en la última década como respuesta a la violencia policial y la injusticia racial en Estados Unidos. A esta corriente se han sumado reivindicaciones sociales como el feminismo, el derecho al aborto, el activismo ecológico y las identidades de género. Estar woke significa estar consciente de temas sociales y políticos, alerta ante las injusticias sociales, ambientales, raciales, entre otras. Sin embargo, hoy en día, ser woke se asocia más con una exacerbación de la política de identidades, que atenta contra los valores tradicionales y promueve la cultura de la cancelación: una corrección política llevada al extremo mediante métodos coercitivos no violentos.
Mientras la cultura woke domina redes sociales y medios e influye en políticas públicas con temas delicados como las identidades de género, el otro extremo percibe que el Estado, inerte, atenta contra los valores tradicionales. Este sector considera que se privilegia a las minorías en lugar de atender la salud, la seguridad y la educación pública de la mayoría. En esta visión, la democracia ya no es el gobierno de la mayoría, sino el privilegio de las minorías, lo que radicaliza aún más los discursos y posturas.
La izquierda ha compartimentalizado la realidad en un sinfín de subjetividades individuales, haciendo que conceptos como las identidades de género, la violencia simbólica de los ismos (como el mal comprendido feminismo), la relativización de los límites morales y las libertades individuales sean complejos de comprender para la mayoría. Ante esto, la derecha extrema simplifica su mensaje, apelando a valores tradicionales y sentimientos nacionalistas, que resultan más fáciles de asimilar para el electorado.
En Europa, el tema de la migración es central, y la precarización de la clase media agrava la situación. Esto explica en parte los triunfos electorales de fuerzas de derecha en países como Italia, Finlandia, Polonia, Hungría y el auge de partidos como Vox en España, Agrupación Nacional en Francia y la preocupante AfD en Alemania. En América Latina, el fracaso de la izquierda ha inclinado la balanza hacia la derecha, con los triunfos de Milei en Argentina, Noboa en Ecuador y Bukele en El Salvador, junto con el previsible regreso de Trump en Estados Unidos.
Cada país y región tiene particularidades históricas que ameritan un análisis detallado para entender por qué la derecha está creciendo cada vez más, muchas veces apalancada en ideologías extremistas. Lo que sí queda claro es que la democracia, tal como la conocemos, no está respondiendo a las demandas y necesidades de sus ciudadanos.