La conciencia histórica colombiana, tan enfocada en fracasos y conflictos, tiende a ignorar los grandes éxitos de nuestro pasado, dificultando nuestra capacidad de aprender de ellos. Desde los tiempos de Bolívar, Colombia ha vivido tres etapas de desarrollo acelerado, cada una de aproximadamente veinte años.
La primera, entre 1909 y 1929, representó un milagro económico impulsado por pujantes cafeteros y comerciantes, cuyos esfuerzos produjeron en nuestra tierra el mayor crecimiento de ingresos per cápita de cualquier país independiente del mundo. La segunda, entre 1960 y 1980, correspondió aproximadamente al Frente Nacional y su legado inmediato. Fue un periodo de relativa concordia y estabilidad, en el que las antiguas luchas del bipartidismo decimonónico dieron paso a las grandes industrias y los primeros rascacielos.
La tercera es la que acabamos de concluir, aproximadamente entre 2002 y 2022, etapa que denominaré como el auge del bicentenario. En cuestión de una generación, nuestro país logró superar los peores días del conflicto armado para convertirse en una economía latinoamericana ejemplar por su estabilidad y crecimiento. Logró levantar a millones de personas de la pobreza, que se redujo del 58% de la población en 2002 a 35% en 2022, según datos del Banco Mundial. Logró grandes hazañas en materia de infraestructura, como lo fueron el Túnel de la Línea, el más largo del hemisferio, o el aeropuerto El Dorado, el más importante del continente. Pasó de ser un país escasamente visitado, al que pocos querían entrar y del que millones buscaban huir, a ser el mayor destino turístico de Sudamérica y el nuevo hogar de millones de inmigrantes, víctimas de la cruel tiranía que el chavismo había construido al otro lado del Orinoco.
Fuimos demasiado ciegos en ese entonces para valorar todos estos logros. Es innegable que hemos retrocedido como país en los últimos dos años,pero difiero de quienes sugieren que la crisis actual es una repetición de los años ochenta o noventa. En algunos sentidos, seguimos gozando de la mayor profundidad institucional, prosperidad económica e integración global que consolidamos durante el auge del bicentenario. Por otro lado, enfrentamos problemas totalmente nuevos, que requerirán soluciones innovadoras. Precisamente por eso, debemos entender a profundidad la transformación que produjo el auge del bicentenario. Sólo así podremos vislumbrar el camino hacia un modelo de desarrollo que le devuelva a Colombia el progreso y la esperanza. Esta será la primera de dos columnas dedicadas a ese proyecto.
Primero, debemos demoler el mito petrista de una Colombia especializada en “petróleo, carbón y cocaína,” cuyos mandatarios cortoplacistas destruyeron al campo y la industria. Precisamente uno de los grandes logros de la Colombia de ayer, que la diferenció radicalmente de países vecinos como Venezuela e incluso Brasil o Argentina, fue su capacidad de aprovechar la bonanza de materias primas para realizar inversiones que favorecieron la diversificación productiva. En el año 2002, Colombia solo exportaba $8 mil millones de dólares en productos no minerales, cifra que pasaría a los $26 mil millones para el 2022.Hoy gozamos de una base productiva mucho más diversa y sofisticada que hace veintidós años.
Por eso, si bien el crecimiento económico se redujo luego del colapso de los precios del petróleo en 2014, no experimentamos el estancamiento profundo que vivió gran parte de la región en esa época. La única verdadera interrupción del desarrollo ocurrió durante la pandemia del COVID-19, sucedida casi inmediatamente por una recuperación robusta en los años 2021 y 2022.
Quizás sea aún más pernicioso el mito de la cocaína como motor del desarrollo en Colombia. La entrada de moneda extranjera ligada al narcotráfico, lejos de enriquecer a la población en general, hace menos competitivas nuestras exportaciones lícitas, distorsiona los incentivos de las industrias legales, socava el tejido social e institucional del país y acaba con la vida de miles de personas. En parte por eso, el periodo entre 1980 y 2002, cuando los carteles y narcoterroristas colombianos eran los principales beneficiarios del tráfico de cocaína a nivel global, fue el periodo de menor crecimiento económico para el país desde la Guerra de los Mil Días.
Para el 2022, Colombia no había desterrado a los productores de cocaína, pero sí había desmantelado a las grandes estructuras traficantes de la misma en nuestro país, papel que asumieron principalmente los carteles mexicanos. Siendo así, el impacto macroeconómico del narcotráfico no desapareció, pero se redujo considerablemente, pues la distribución de la droga es mucho más lucrativa que su producción.
El auge del bicentenario no fue, entonces, una época de prosperidad falaz basada en el extractivismo insostenible o el enriquecimiento de la delincuencia. Al contrario, se trató de un periodo de modernización del aparato estatal y productivo que hizo efectivas, para la mayoría de los colombianos, las promesas de liberalización económica y desarrollo integral que fracasaron en los años noventa.
Fue un proceso cuyas ventajas y limitaciones fundamentales fueron muy distintas a las de los otros dos grandes procesos de desarrollo en Colombia. En mi próxima columna, exploraré estas diferencias, buscando así entender mejor a la Colombia de hoy y las posibilidades de un retorno al camino del desarrollo.