En 1815, Simón Bolívar detalló sus esperanzas para una Colombia libre y próspera al final de la Carta de Jamaica. Soñó con un país apto para “cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la gloria,” destinado a emprender “la marcha majestuosa hacia las grandes prosperidades a que está destinada la América meridional.” Vaticinó que en un futuro distante “las ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado la Europa, volarán a Colombia libre, que las convidará con un asilo.” Más de doscientos años después, debemos celebrar cualquier aproximación a aquellas altas aspiraciones.
Indudablemente, la gloria del futbolista es producto de talentos refinados y virtudes ejemplares. Entre estas últimas está la disciplina necesaria para llevar al cuerpo humano a sus límites, la capacidad colaborativa que es la base de cualquier empresa civilizada y la nobleza del espíritu ante la victoria y la derrota, necesaria para permanecer estoico ante los abucheos o la adulación de decenas de miles de personas y reconocer, ante todo, que el próximo partido será un nuevo desafío.
El fútbol es, a su manera, un arte. Inspira la admiración de miles de millones de observadores, atraídos no solo por la pasión de ver triunfar a sus equipos, sino por la dimensión estética del baile del balón. Su primer precursor parece haber surgido en la antigua China, mientras que los europeos transformaron una larga tradición de juegos de balón del viejo continente en el deporte que conocemos. Se puede decir, entonces, que la organización de un mundial de fútbol en Colombia representa el cumplimiento del sueño de Bolívar.
Recordemos que, durante la mayor parte de nuestra historia, era una aspiración totalmente inviable. En 1982, cuando el gobierno de Belisario Betancur renunció a que Colombia fuese sede del mundial de 1986, no contábamos con las capacidades mínimas para un evento de esa envergadura, e intentar asegurarlas prematuramente habría resultado perjudicial para nuestro desarrollo. Nuestra economía entonces era menos de un tercio de la actual, comparable a la actual República Dominicana,mientras que el nivel de vida del colombiano promedio se aproximaba a la de los bolivianos en nuestros tiempos. No era el momento para construir estadios colosales que, poco después del torneo, seguramente habrían sido difíciles de mantener en condiciones aceptables, mucho menos considerando los enormes retos que habría de enfrentar nuestro empobrecido aparato estatal.
Para el año 2011, Colombia era otro país capaz de acoger responsablemente a los observadores y participantes de la Copa Sub-20 masculina. En el 2016, volvimos a ser sede de un mundial de la Fifa, tratándose esta vez de la copa mundial de fútbol sala. Por primera vez en nuestra historia, estamos en posición de apostarle a ser potencia regional en materia deportiva.
En el pasado más reciente, hemos sufrido algunas derrotas. La Copa América del 2021 fue cancelada por la violencia incendiaria del petrismo en las calles, mientras que los Panamericanos de 2027 fueron cancelados por la incompetencia maliciosa del petrismo en el poder. Aún así, debemos recordar que estas derrotas ya no parten de limitaciones fundamentales del país, sino del mal momento político que enfrentamos.
La Colombia de hoy no es, como alguna vez dijo el expresidente de la Federación Colombiana de Fútbol Alfonso Senior Quevedo, “un país enano al que no le quedan bien las cosas grandes.” La Colombia de hoy es un gran país, a pesar de los enanos que la gobiernan.
Así lo demuestra la Copa Sub-20 femenina que está a punto de comenzar en nuestro país, con el apoyo de tres admirables administradores locales: Carlos Fernando Galán, Federico Gutierrez y Alejandro Eder. Recibiremos a valerosas atletas de todos los continentes del planeta, así como a alrededor de 45,000 turistas adicionales, representando ingresos de 630 mil millones de pesos a la economía de estas tres ciudades. El torneo generará para la nación casi 100 mil millones de pesos, ingresos mucho mayores a los gastos que ha representado.
Además de dejar en alto al país como sede deportiva, este mundial consolida nuestra posición como potencia del fútbol femenino. Hoy Colombia cuenta con la mejor selección femenina de hispanoamérica, según las clasificaciones de la Fifa, lo que evidencia la construcción de una sociedad en donde se promueve y valora el éxito de las mujeres. Decenas de damas del gol, sin importar su país de origen, seguramente recordarán con cariño a la Atenas Sudamericana, a la Ciudad de la Eterna Primavera y a la Sultana del Valle, pues será en estas ciudades donde darán los primeros pasos hacia una vida de valiosos esfuerzos, derrotas formativas y gloriosas victorias. En cada rincón del planeta, niñas soñadoras y amantes del deporte observarán con admiración las hazañas de sus modelos a seguir, y sabrán que estas hazañas se lograron en Colombia.
Ante todo, este mundial sentará las bases para éxitos futuros, que seguramente abundan. Si los colombianos somos capaces de organizar uno de los eventos deportivos más importantes del mundo,a pesar del nefasto asedio que enfrentamos desde el interior de nuestras instituciones, entonces podremos soñar con optimismo sobre el futuro que nos espera cuando los valores del mérito y la libertad regresen al Palacio de Nariño. Por ahora, estos valores se verán reflejados en las canchas del Mundial Femenino Sub-20 Colombia 2024.