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Pablo Trujillo Gobierno de Colombia

El próximo milagro colombiano

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Es difícil imaginar el camino hacia una Colombia mejor cuando, como escribió el poeta irlandés William Butler Yeats, “los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de intensidad apasionada.” Ante un presidente de ideología totalitaria, comportamiento dictatorial y temperamento delincuencial, es natural pensar ante todo en prevenir la catástrofe para no perder lo que hemos construido. Sin embargo, es precisamente esta mentalidad de retaguardia la que nos dejará vulnerables al avance del socialismo incluso después de que termine este gobierno. Para superar las amenazas que hoy nos acechan, necesitamos un país más próspero, unido y estable del que recibimos y hemos visto caer. Necesitamos pensar en una nueva y ambiciosa ruta hacia el futuro, inspirada en nuestra historia y adaptada a nuestras circunstancias.

Lejos de constituir 500 años de opresión indiscriminada antes de que llegara el “gobierno del cambio,” como algunos castristas nos quieren hacer creer, la historia de Colombia ha visto transformaciones fundamentales, tanto positivas como negativas. Quizás la más inspiradora ocurrió a principios del siglo veinte, entre 1909 y 1929, cuando Colombia alcanzó un crecimiento de ingresos per cápita promedio de 3.54%, el más alto de cualquier país independiente del mundo. Por primera vez, nuestra economía se integró al comercio global, al multiplicarse por diez nuestras exportaciones totales y por trece nuestras exportaciones cafeteras. Fueron los años, alrededor de un siglo después de la independencia, que nos levantaron de la miseria generalizada del siglo XIX y nos permitieron saborear los primeros frutos de la modernidad.

El primer milagro colombiano se basó, ante todo, en una serie de reformas políticas e institucionales. El gobierno de Rafael Reyes (1904-1909) dio los primeros pasos al ofrecer seguridad y estabilidad después de la turbulenta Guerra de los Mil Días, fundar el Ministerio de Obras Públicas para modernizar nuestra infraestructura y comprometer al país a honrar el patrón oro, abandonando así la desaforada emisión monetaria que había causado terribles episodios de inflación en el siglo anterior. A pesar de que este gobierno suscitó controversia por sus tendencias caudillistas, sus sucesores comprendieron el valor de estas reformas y las mantuvieron como políticas de Estado. En 1923, bajo la presidencia de Pedro Nel Ospina, la Misión Kemmerer produjo una segunda ola de reformas, incluyendo el establecimiento del Banco de la República, la Superintendencia Financiera y la Contraloría.

Por primera vez en su historia, Colombia contaba con un régimen monetario y suficientes garantías de transparencia para propiciar inversiones a gran escala, permitiendo el desarrollo de nuestras primeras industrias modernas. Fue en este contexto de seguridad y garantías jurídicas que el pequeño caficultor pudo superar con creces la producción de los hacendados cafeteros tradicionales, sin necesidad de sepultarlos con impuestos ni de perseguirlos con una destructiva reforma agraria. Al mismo tiempo, las obras públicas tomaron protagonismo en el presupuesto nacional, pasando del 3.6% de este en 1911 al 20% en 1920 y el 35% en 1929. Nuestras trochas dieron paso a ferrocarriles modernos y eficientes, los primeros en conquistar los Andes para integrar a los colombianos.

No obstante, el modelo económico de esa época tuvo dos carencias fundamentales. Por un lado, al generar las condiciones para que nuestros gobiernos pudieran acceder a crédito internacional como nunca antes, les permitió endeudarse insosteniblemente, sobre todo en los años veinte. Por otro lado, no pudo erradicar obstáculos al desarrollo en dos sectores críticos de la economía. La extracción petrolera se vio limitada por la regulación inconsistente de los recursos del subsuelo, provocando así gastos excesivos en litigios, mientras que la producción bananera, concentrada en una costa Caribe sin infraestructura suficiente para estimular la competencia, se vio monopolizada y vulnerable a conflictos laborales, resaltando entre estos la masacre de las bananeras.

Aun así, cuando la Gran Depresión de 1929 hizo colapsar el valor de la exportación cafetera, las instituciones del milagro habían puesto en marcha un proceso de modernización que nunca se detendría por completo. Nunca regresaríamos al estancamiento del siglo XIX, pero nunca volveríamos a crecer como en esos veinte años.

De los logros del milagro, podemos aprender la importancia de la confianza institucional, la estabilidad política, los mercados competitivos y la apertura comercial. Necesitamos pensar en políticas públicas orientadas a ese fin, enfatizando la protección de nuestras instituciones contra los caprichos presidenciales, la recuperación de la seguridad en todos nuestros municipios, la libertad económica y la competitividad de nuestras exportaciones. Por otro lado, no podemos repetir el error de privilegiar a algunas regiones por encima de otras; el siglo XXI debe ser el siglo de la convergencia entre los departamentos. Por eso fueron especialmente lamentables los fracasos de los Juegos Panamericanos y la Ruta Caribe 2.

Con un salto comparable al del primer milagro colombiano, podríamos alcanzar las condiciones de Chile o Uruguay en una generación. Hoy, se está haciendo todo lo contrario, pero nunca es tarde para pensar en cómo propiciar el próximo milagro colombiano.