En mis últimas entregas de esta columna, exploré los diversos relevos generacionales en el poder que han marcado la historia de Colombia, partiendo de la base de que, a partir de ellos, podemos entender la importancia de una transición semejante en el 2026. En esta columna, culminaré este proyecto con una exploración generacional de los últimos ciento quince años, concluyendo con una evaluación del presente y el futuro cercano.
Para entender por qué, debemos partir del periodo de crecimiento económico extraordinario y estabilidad política sin precedentes del que gozó Colombia entre 1909 y 1929. En ese entonces, nos gobernaron dos generaciones predominantes; la conservadora, que consistía en presidentes nacidos entre 1843 y 1858, y la cafetera, que consistía en tres mandatarios nacidos en 1867, cuyos gobiernos coincidieron con la plena consolidación del auge cafetero.
Con la Gran Depresión de 1929, se presentaron varias rupturas que suscitaron el primer gran relevo generacional del siglo XX. En el plano económico, la crisis suscitó un gran impulso proteccionista en el mundo desarrollado, acelerando el desgaste de los modelos agroexportadores que predominaban hasta entonces en Latinoamérica y sentando las bases para un modelo de desarrollo más cerrado e intervencionista. En el plano político, produjo una profunda radicalización de occidente, caracterizada por el rechazo generalizado hacia las libertades civiles y económicas, con manifestaciones laboristas, comunistas, tradicionalistas y fascistas.
Fue en este contexto que la generación que denominaré neopartidista, nacida entre 1880 y 1891, se apoderó del país entre 1931 y 1952. Resurgió el debate político luego del largo consenso que caracterizó al auge cafetero, pero también resurgió el conflicto, culminando en La Violencia a partir de 1948.
Entre 1953 y 1970, predominó la generación frentenacionalista, nacida entre 1900 y 1909. Fue el primer grupo de mandatarios cuya infancia transcurrió en el país relativamente próspero y tranquilo de inicios del siglo XX, y por ende la primera en no recordar las guerras civiles del sangriento siglo XIX. Se caracterizó por su vocación de unidad y crecimiento en servicio de un país que pudiera superar del todo las divisiones entre liberales y conservadores, acoger lo mejor de ambas tradiciones, y avanzar hacia una democracia republicana en el contexto de una Guerra Fría que parecía dividir al planeta nítidamente entre el mundo libre y el totalitarismo socialista. Todo esto lo lograron mediante el Frente Nacional, aquel acuerdo político bipartidista nos permitió transitar desde las cenizas de La Violencia hacia una democracia ejemplar, que logró eludir los golpes de estado, dictaduras y catástrofes económicas que caracterizaron a nuestros vecinos en los años sesenta, setenta y ochenta.
Entre 1971 y 1990, predominó la generación posfrentenacionalista, nacida entre 1913 y 1923. Fueron productos de circunstancias parecidas a las de sus predecesores, por lo que prosiguieron, en términos generales, con el mismo proyecto histórico. Sin embargo, les correspondió enfrentar nuevas dificultades para las cuales no estaban preparados. A partir de los años setenta, el narcotráfico erosionó profundamente el estado de derecho y el funcionamiento de la economía, mientras fortalecía a un terrorismo socialista que, al no contar con ningún tipo de apoyo popular generalizado, solo pudo llegar a amenazar al Estado mediante operaciones criminales altamente lucrativas. Este desplazamiento del Estado, a su vez, sentó las bases para el surgimiento del paramilitarismo. Ni el país ni sus dirigentes estaban preparados para enfrentar un reto de semejante magnitud.
En ese contexto se produjo, en el año 1990, el relevo generacional más drástico de nuestra historia, cuando Virgilio Barco le entregó el poder a César Gaviria, un hombre 26 años menor. La generación del ‘91, nacida entre 1947 y 1960, ha gobernado a Colombia desde entonces, con la única excepción de Iván Duque Márquez, nacido en 1976.
Siempre es más difícil caracterizar al presente que al pasado, pero a pesar de las amplias diferencias entre sus miembros, podemos distinguir algunas características generales de nuestra actual generación gobernante. Fue la primera en pasar su infancia y adolescencia durante La Violencia y el Frente Nacional, por lo que sus experiencias históricas partieron de un periodo turbulento cuya solución surgió de un acuerdo excepcional.
En parte por eso, la generación del ‘91 gobernó en búsqueda perpetua de un nuevo momento de excepción para solucionar los nuevos problemas del país. En una primera instancia, aquel momento fue la Constitución de 1991, que se presentó ante la sociedad como una ruptura mucho más drástica frente al deslegitimado orden constitucional de 1886 de lo que en realidad fue. Cuando la nueva carta magna, a pesar de sus muchas virtudes, resultó incapaz de solucionar todos los problemas del país, comenzó una búsqueda más abstracta de un estado llamado “La Paz.” Si bien muchas generaciones previas habían tenido que estabilizar al país y acabar con episodios de violencia política, solo la generación del ‘91 elevó a “La Paz” al nivel de un objetivo absoluto e idealizado, que se debía lograr mediante un gran acuerdo que abarcara todos los problemas de la sociedad colombiana. Asimismo, “La Paz” debía lograr hacer de los enemigos más acérrimos del liberalismo republicano — como lo fueron las FARC y el M-19 — participantes ejemplares del mismo.
La gran ironía es que los grandes logros de los últimos treinta años se han dado principalmente mediante el fortalecimiento gradual del estado y la sociedad civil a expensas de la delincuencia y el terrorismo. En parte por esa inconsistencia entre la utopía de “La Paz” y el éxito del reformismo tecnocrático, con pocas excepciones, ha sido una generación incapaz de cantar adecuadamente sus victorias.
En este sentido, Gustavo Petro es el máximo representante de todos los errores de la Generación del ‘91. Ha abordado a la “Paz Total” como máximo momento de excepción, permitiéndole justificar las más escandalosas rupturas de la legalidad y la decencia. Reclama las luchas de la izquierda del Frente Nacional como propias, por lo que encarna una filosofía económica totalmente obsoleta. Finalmente, al fracasar en su objetivo de ofrecerle poder y una cómoda jubilación a quienes consideraba compañeros en la guerrilla activa, descubrió que aquellos cabecillas, lejos de ser los genuinos castristas de antaño, hoy se sienten a gusto como empresarios del narcotráfico. Ya no les interesa la revolución, sino un gobierno débil e incapaz de someterlos.
En un futuro cercano, Colombia necesita ver surgir a una generación capaz de reconocer más conscientemente los logros del periodo 1990-2022, diagnosticar los fracasos del mismo y del experimento petrista, y avanzar hacia un nuevo periodo de estabilidad y prosperidad. Sólo el tiempo dirá cuáles serán las consecuencias de nuestro próximo relevo generacional.