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Pablo Trujillo Visión

El proyectismo

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Este 5 de marzo, tuve la oportunidad de presentar mi novela de ficción histórica, Grandes alamedas: entre el cielo y la tiranía, junto al presidente Iván Duque Márquez, el escritor y profesor Enrique Serrano y el abogado y columnista Rodrigo Pombo.

Tuvimos una conversación rica en reflexiones sobre el libro y su relación a la condición Latinoamericana, pero que al mismo tiempo abordaba temas de importancia universal. Quizás la intervención que más me intrigó, a la cual hoy le dedicaré esta columna, fue la del presidente Duque cuando declaró que “la diferencia entre un sueño y un proyecto es una fecha.” En cualquier ámbito, ya sea en la política, los negocios, o incluso el desarrollo personal, los sueños pueden constituir puntos de partida, pero no se convertirán en realidades hasta que podamos proyectarlos en el tiempo. Para el presidente, necesitamos menos idealismo y más “proyectismo.”

Naturalmente, entonces, para construir un proyecto de país, los colombianosnecesitamos fijar los tiempos en los que buscamos realizarlo. Una forma de fijarlos sería apelando al cumplimiento histórico de nuestros objetivos pasados. Por ejemplo, entre 2001 y 2021, Colombia redujo de 8.36 millones a 3.41 millones su población con ingresos menores a $2.15 dólares diarios, la línea internacional de pobreza extrema. En el mismo periodo, multiplicó por 1.6 su producto interno bruto (PIB) per cápita. Si logramos seguir con la misma tendencia, podríamos acabar con la pobreza extrema en catorce años, menos de una generación, y en 17 años podríamos alcanzar ingresos per cápita semejantes a los de países como Chile o Uruguay. A partir de estas bases, se podrían plantear objetivos aún más ambiciosos.

Sin embargo, quienes basan sus fechas y objetivos en los resultados quedan vulnerables a los cambios de circunstancias, pues las condiciones que permitieron ciertos logros en el pasado nunca están garantizadas a manifestarse en el futuro. A mediados de los años setenta, muchos gobiernos latinoamericanos sufrieron las consecuencias de esta mentalidad. Destaca el caso de Brasil, cuya dictadura militar fijó objetivos claros en su segundo plan nacional de desarrollo: entre 1974 y 1979, buscarían crecer el PIB en un 69% acumulado, correspondiente a un 40% per cápita. Para lograrlo, profundizaron el modelo de industrialización que les había permitido crecer rápidamente en los años sesenta y principios de los setenta.

Mediante la nacionalización de sus industrias pesadas, lograron concentrar los enormes recursos del estado en el aumento desaforado de la producción. Al mismo tiempo, obligaron a estas empresas a actuar como estabilizadores de la economía nacional a expensas de sus propios márgenes de ganancia, vendiendo sus productos a precios por debajo de los del mercado para mantener artificialmente baja la inflación y conservando más empleos de los que necesitaban para mantener artificialmente bajo el desempleo.

Conscientes de que esta estrategia sólo se podía sostener al mediano plazocon altos niveles de endeudamiento, los gobernantes brasileños esperaban poder pagar estas deudas después de haber alcanzado un alto nivel de desarrollo. Sin embargo, cuando los precios internacionales del petróleo ascendieron repentinamente — primero en 1973 con la Guerra de Yom Kippur y luego en 1979 con la Revolución Iraní — los gigantes industriales del país, dependientes del petróleo importado, quedaron completamente vulnerables en este nuevo escenario. Fue así que el segundo plan nacional de desarrollo no solo se quedó corto en el cumplimiento de sus objetivos antes de 1979, sino que profundizó las vulnerabilidades del país, cuyos ingresos per cápita no volverían a crecer sostenidamente hasta mediados de los años noventa.

Fue aún más catastrófico el caso de la cosecha de azúcar cubana de 1970. Obsesionado con demostrar la supuesta superioridad productiva del socialismo, Fidel Castro proclamó que ese año su país alcanzaría una producción récord de 10 millones de toneladas de azúcar. Para lograrlo, deshizo sus esfuerzos anteriores orientados hacia la diversificación productiva, sembrando azúcar en tierras mejor adaptadas a otros cultivos y obligando a centenares de miles de trabajadores de otros sectores a dedicarse al sector azucarero. Prácticamente paralizó todo el aparato productivo no azucarero de la isla y, aun así, solamente llegó a exportar 8.5 millones de toneladas de azúcar en 1970.

Evidentemente, fijar metas basadas en resultados puede ser útil al nivel de una persona o una organización, pero a nivel nacional, esta metodología puede llevar a los países a sacrificar sus fortalezas a largo plazo al altar de los titulares de corto y mediano plazo. Por eso considero que es preferible fijar objetivos basados en sistemas y fortalezas. No nos debemos preguntar qué tan próspera queremos que sea Colombia en cuatro, diez o veinte años, sino qué características queremos desarrollar en ella que la orientarán hacia el desarrollo, independientemente de las circunstancias. ¿Cuántos días o trámites deberían ser necesarios para establecer un negocio? ¿Cuáles obras de infraestructura estarán disponibles para nuestra ciudadanía? ¿Qué tan robustas serán nuestras leyes y mecanismos de cumplimiento efectivo contra la corrupción y la delincuencia? Ante todo, ¿cuáles son los obstáculos al desarrollo de Colombia hoy, y cuándo podemos superarlos? Fijar una fecha no es sólo proyectar las metas en el tiempo, sino darles un carácter concreto a las mismas. El “proyectismo” es un antídoto y una alternativa a las propuestas nebulosas y vacías del cambio revolucionario.