En los tiempos de Bolívar, cuando Colombia apenas daba sus primeros pasos como país independiente, el mayor temor del Libertador era que, ante la debilidad de un gobierno central lo suficientemente robusto, los gobiernos locales se transformarían en pequeñas dictaduras a favor de los corruptos y demagogos, incapaces de defender colectivamente el bien común y la libertad. Por eso abogó, en su momento, por el centralismo político. Ciertamente, hoy podemos vislumbrar claros ejemplos de los “tiranuelos casi imperceptibles” a quienes temía Bolívar. Al igual que otros países latinoamericanos como Brasil, México y Perú, padecemos de profundas diferencias institucionales en nuestras regiones.
Sin embargo, ante un gobierno central más corrupto, incompetente y destructivo que casi cualquier autoridad regional, la solución ya no parece ser más centralismo. La Colombia de hoy, que se ha vuelto gradualmente más descentralizada desde principios del siglo XX, goza de valiosas experiencias políticas a nivel local y regional, permitiéndole a sus ciudades y departamentos más prósperos remar a favor del orden, la libertad y el desarrollo. Nos hemos convertido en un gran laboratorio de políticas públicas, cuyos experimentos regionales deberán jugar un papel crucial en la reconstrucción del país a partir del 2026.
Es en ese contexto que quiero ovacionar a la ciudad de Manizales, fruto de uno de los experimentos regionales más admirables de nuestra vida republicana. En los años 1840, sus montes verdes y rocosos permanecían baldíos, sus atardeceres hermosos pero sin habitantes para observarlos y sin grandes escritores para documentarlos. Sin embargo, mientras los hijos más ilustres de las ciudades señoriales de Popayán y Cartagena disputaban con Bogotá las grandes pugnas de la alta política, sus economías no se lograron adaptar a la abolición gradual de la esclavitud que las había sostenido. Ya para mediados del siglo XIX, Medellín y Cali habían surgido como la segunda y tercera ciudad más poblada de una nueva economía libre, formando, junto a Bogotá, un triángulo en torno a los dominios ricos y desaprovechados del Nevado del Ruiz.
Intentando conquistar el corazón de aquel triángulo, un grupo de colonos antioqueños fundaron Manizales en 1849. Comenzaron con apenas 2789 habitantes, como un refugio de trabajo y convivencia en un país convulsionado por guerras civiles regulares. Para 1918, en menos de tres generaciones, ya habían alcanzado los 43,203, una población superior a la de cualquier ciudad colombiana en 1870. Inclusive, en las primeras décadas del siglo XX, llegó a superar a Cali y Cartagena en términos poblacionales.
Aquella ciudad republicana, forjada por ciudadanos libres y constituida bajo instituciones democráticas, se había convertido en el epicentro del milagro cafetero de 1909-1929, que impulsó a Colombia a alcanzar el mayor crecimiento económico del mundo. Su centro histórico es patrimonio cultural de la nación, pero a diferencia de los cascos antiguos de nuestros tesoros coloniales, fue edificado en cuestión de pocas décadas, durante aquellos años de prosperidad y ambición. Entre tantos edificios de inspiración francesa, italiana y morisca, destaca la magnífica Catedral de Manizales, producto de una urbe joven que, en sus intentos de alcanzar el cielo, se atrevió a retar a las grandes iglesias de la antigua Europa. Los manizalitas dotaron a aquella iglesia de torres más altas que las de San Vito, la catedral de los reyes de Austria y Bohemia en Praga, o la cúpula dorada que construyó Luis XIV para el complejo de Los Inválidos en París.
Con 113 metros de altura, la Catedral de Manizales fue el edificio más alto de Colombia desde su culminación en 1936 hasta la construcción del edificio Avianca en 1969. También fue inaugurada como el edificio más alto del mundo andino, más alta que cualquier edificación bogotana, limeña o quiteña. Sus únicos rivales contemporáneos en Sudamérica eran los primeros rascacielos de São Paulo y Buenos Aires. No podía haber mejor representación física del pueblo que le enseñó a Colombia a soñar con el futuro.
Siendo hoy una ciudad intermedia, Manizales sigue ofreciendo importantes lecciones para el resto del país. Entre 2002 y 2021, impulsó al departamento de Caldas a alcanzar un crecimiento de ingresos per cápita del 59%, convirtiéndolo en el quinto departamento de mayores ingresos del país. En el mismo periodo, obtuvo una impresionante reducción en su tasa de pobreza, que pasó del 46.1% al 28.4% de la población, siendo así la segunda más baja del país.
Estos buenos resultados se deben, como en los tiempos heróicos del café, a la libertad económica superior que disfrutan los manizalitas. En un estudio comparativo entre 32 ciudades colombianas del año 2017, el Banco Mundial concluyó que Manizales era la mejor para hacer negocios en términos generales, la que más facilitaba obtener permisos de construcción y la más propicia para registrar una propiedad. En todas las categorías contempladas por el estudio, Manizales superó a Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla.
A partir de esta prosperidad, los manizalitas gozan de una calidad de vida superlativa a nivel nacional. Según la Encuesta de Percepción Ciudadana Comparada 2023, es la primera ciudad del país en términos de satisfacción de vida. Por otro lado, el costo de vida en Manizales es aproximadamente 10% menor que el de Barranquilla, 16% menor que el de Bogotá y 21% menor que el de Medellín, permitiéndole a las personas gozar más plenamente de sus ingresos y ahorros. Finalmente, fiel a su epíteto de la “ciudad de las puertas abiertas,” es una de las más seguras del país. En el 2023, alcanzó una tasa de homicidios de apenas 7.6 por cien mil habitantes, alrededor de la mitad de Medellín o Bogotá.
Desde su fundación, Manizales ha servido de faro para una Colombia accidentada e imperfecta. Llegó la hora de reconocerla nuevamente como tal. Si incorporamos su admirable ejemplo, toda Colombia será más grande.