A los defensores latinoamericanos de la democraciay el libre mercado, sobre todo aquellos que nos enorgullecemos de lo que hemos sido y podemos ser sin el populismo en el poder, se nos acusa de minimizar los problemas que prevalecían en nuestros países durante los gobiernos que consideramos mejores. “Este país no era Suiza,” suelen decir los demagogos a lo largo y ancho del continente.
Por supuesto, cualquier persona razonable, sin importar sus creencias políticas, entiende que vivimos en un mundo matizado, con muchos estados intermedios entre el éxito total y el fracaso rotundo. Entiende que el desarrollo económico e institucional de Suiza es muy superior al de Chile o Uruguay, que el de estos últimos es muy superior al de México, Brasil o Colombia, y que todo mexicano, brasileño o colombiano debe agradecer que su país no se encuentra en las condiciones de Haití, Nicaragua o Venezuela.
Por más admirables que sean los avances futuros de cualquier sociedad latinoamericana, muy difícilmente podrán alcanzar la estabilidad y calidad de vida de Suiza, por lo que el viejo refrán — “no éramos Suiza”— probablemente conservará su vigencia como antídoto contra el pensamiento crítico y excusa para la mediocridad populista.
Yo prefiero interpretar al ejemplo del país alpino como un reto a ser mejores. ¿Qué podemos aprender de aquel país de nueve millones de habitantes, capaz de superar grandes diferencias lingüísticas, étnicas y religiosas para construir la sociedad más próspera del mundo sin un solo puerto marítimo?
En primera instancia, podemos aprender de su sistema político, producto de siglos de tradición republicana. Se trata de un sistema sumamente democrático, en el que 50,000 firmas, correspondientes al 0.625% de la población, son suficientes para que cualquier grupo de ciudadanos convoque a un referéndum para abolir una ley impopular. Con 100,000 firmas, se pueden proponer enmiendas a la Constitución. Sin embargo, estas deben ser aceptadas no solamente por la mayoría de la población, sino también por la mayoría de los 26 cantones, las entidades autónomas que conforman la Confederación Suiza. La población cuenta, entonces, con abundantes instrumentos para restringir los excesos de la política, pero se ve más limitada en su capacidad de imponer reformas drásticas en nombre de un interés mayoritario a expensas de las minorías políticas.
Las instituciones suizas son particularmente hostiles a los caudillismos personalistas que tan frecuentemente acechan a las sociedades latinoamericanas. Sus gobiernos locales y regionales son extremadamente fuertes, con amplia independencia administrativa y legislativa, mientras que el gobierno nacional cuenta con poderes y recursos suficientes para garantizar el orden público y la seguridad contra amenazas externas. Impresionantemente, los suizos no eligen a un jefe de estado, sino a un consejo federal multipartidista que asume la jefatura del estado en conjunto, sin que los caprichos de cualquiera de sus siete integrantes representen amenazas para la sociedad.
Fue gracias a estas instituciones, tan resistentes al cambio irracional, que los suizos evitaron los grandes errores que cometieron sus países vecinos. A mediados del siglo XIX, cuando los cantones suizos codificaron su sistema político actual, sus ingresos eran casi idénticos a los de Francia y Alemania. Sin embargo, alrededor de los años 1870, toda Europa occidental se vio afectada por la llegada masiva de importaciones de cereales, principalmente de Estados Unidos y Argentina.
La llamada “invasión de granos", como se le conoce en inglés, llevó al campesinado de Francia y Alemania a exigir altos aranceles para sus cereales, incrementando así los precios de los alimentos para todo el resto de la población. Suiza, por el contrario, mantuvo sus aranceles agrícolas a niveles razonablemente bajos, permitiéndole a su población beneficiarse de la riqueza agrícola al otro lado del Atlántico y obligando a sus terratenientes a especializarse en sectores mejor adaptados a las características del país, como la producción de lácteos. Las ciudades suizas, respaldadas por la eficiencia del campo doméstico y por su relativa apertura a los mercados globales, pudieron consolidar amplias ventajas frente a sus pares extranjeros en sectores avanzados, como la banca y la relojería. Fue así que los ingresos suizos, prácticamente equivalentes al promedio de Francia y Alemania en 1871, llegaron a ser 28% superiores en 1891 y 64% superiores para 1911.
Ambas guerras mundiales, sumamente traumáticas para sus participantes, presentaron graves consecuencias para la economía suiza. A pesar de la nefasta relación de su sector financiero con la Alemania nazi, episodio oscuro que el mismo gobierno suizo se ha esforzado por esclarecer, no se puede afirmar que aquellas ganancias manchadas de sangre hayan enriquecido al país tanto como la destrucción de sus países vecinos lo perjudicó. Sería tan errado como afirmar que los recursos del narcotráfico han beneficiado a México o Colombia, olvidando la devastación humana e institucional que han sufrido ambas sociedades por cuenta de los carteles.
La reconstrucción de Francia y Alemania durante la posguerra, bajo nuevas instituciones republicanas, les permitiría alcanzar cierta convergencia económica con Suiza. En 1954, los ingresos suizos eran 54%mayores que el promedio franco-alemán, cifra que se reduciría a un 20% para 1981.
Sin embargo, esta convergencia concluyó con la llegada de un nuevo proceso de globalización, cuyas dinámicas comerciales privilegian a las sociedades que más se esfuerzan por permanecer competitivas. Fue en este contexto que Suiza volvió a brillar, en gran parte por sus impuestos moderados. Mientras que estos representan alrededor del 30% de la economía Suiza, esta cifra llega al 40% en Alemania y el 50% en Francia. La diferencia es particularmente marcada en cuanto a los impuestos a bienes y servicios, cuyo peso en la economía suiza es alrededor de la mitad de su equivalente en Francia o Alemania.
Hoy, los ingresos per cápita de Suiza son alrededor de un 50% superiores al promedio franco-alemán. Ha sido una sociedad con enormes ventajas históricas, incluyendo su posición en el corazón de Europa, sus tradiciones políticas profundamente arraigadas y su terreno propicio para defenderse contra la agresión extranjera. Sin embargo, es innegable que ha sabido aprovechar estas ventajas magistralmente. Si nuestros países pudiesen aprender de su hostilidad institucional al caudillismo y el cambio revolucionario, de su audaz apertura al comercio y de sus garantías ejemplares para la actividad empresarial, seguramente avanzarían hacia un futuro más prometedor.