Colombia es, sin duda alguna, un país de narrativas. Son tantas mentiras repetidas, al estilo Goebbels, que terminan convirtiéndose en grandes verdades. Pasa en el derecho, pasa en la política, y pasa hasta en el fútbol, donde terminamos creyéndonos la tontería de que “era gol de Yépez”.
Este mundo de mentiras verdaderas ha encontrado en las últimas décadas un caldo de cultivo donde la reproducción de las narrativas se da en un ritmo exponencial. Y con esto me refiero a la proliferación de las redes sociales y de los “medios de comunicación alternativos”, donde cualquiera, sin el más mínimo conocimiento de lo que significa rigor periodístico, se apalanca en el derecho fundamental a la libertad de expresión y lanza diatribas en contra del prójimo, solo por el gusto de verlo caer, sobre la base de la contrariedad política.
Este espectáculo de los opinadores de poca monta se repite y se repite cuando de procesos penales se trata. La acción penal, de la cual es titular por antonomasia el Estado (puede ser una acción privada por excepción en el procedimiento penal abreviado), nos debe importar a todos; pero acudir como público al proceso penal debe comportar unos límites. Debemos asistir, inspirados en Carnelutti, por recogimiento y no por diversión.
Precisamente es Carnelutti quien mejor puede explicar el fenómeno que vemos a diario. A los autores hay que leerlos en su contexto y en nuestro contexto, enseñaba el gran Nódier Agudelo en clases de pensamiento penal. Lo curioso es que el contexto en el que se escribe ‘Las miserias del proceso penal’ no pareciera haber cambiado mucho. El autor hubiese escrito en esta década exactamente lo mismo que escribió en la década del 50, pero cambiando radio y diarios por TikTok y Twitter (sí, yo sigo y seguiré diciéndole Twitter).
El proceso penal, lo siento por muchos, no está hecho para ser manoseado por el populacho. Y si hay una divinidad que forja nuestros fines, por mucho que queramos alterarlos -como en Hamlet-, el proceso penal es lo más cercano a esta divinidad. Bien dice Carnelutti que “El juicio, el verdadero, el justo juicio, el juicio que no falla está solamente en las manos de Dios. Si los hombres, sin embargo, se encuentran en la necesidad de juzgar, deben tener al menos la conciencia de que hacen, cuando juzgan, las veces de Dios. La afinidad entre el juez y el sacerdote no resulta desconocida ni siquiera para los ateos, que hablan a este respecto de un sacerdocio civil”.
Esa asistencia al proceso penal por mera e insana diversión se ve exacerbada cuando se trata de los proceso penales en contra de Álvaro Uribe Vélez y Santiago Uribe Vélez. Y así, personas que no tienen el más mínimo conocimiento del derecho procesal penal y sin siquiera haber ojeado alguna página del expediente o haber visto una audiencia pública, condenan incluso cuando un juez absuelve.
En el caso del expresidente Álvaro Uribe, el triste espectáculo se vio cuando se celebraba por muchos la medida aseguramiento impuesta por la Corte, cuando luego se lloraba porque al perderse el fuero la medida quedó sin sustento, cuando se volvió a celebrar porque el llamado a indagatoria se equiparó a la imputación, y aun más cuando se negaron las dos preclusiones solicitadas por la propia Fiscalía. Todo, todo, producto de animadversiones políticas.
Ahora el turno fue para Santiago Uribe. La miseria de este proceso penal empieza con una denuncia de 1995, sigue con una resolución inhibitoria en 1999 que se revoca en 2010, luego con una vinculación mediante indagatoria en 2013, más adelante una resolución de acusación en 2016, y finalmente un largo juicio que terminó favorablemente en primera instancia apenas este año. Esto se traduce en casi 30 años de miseria. Esta es la prueba de que el proceso penal es una pena en sí misma. Y lo peor: los que asisten por diversión y no por recogimiento, juzgan y condenan aun cuando el que tiene un pequeño poder de Dios -el juez- ha decido absolver. Infames.
Abajo quedan los principios y conceptos de dignidad humana, plazo razonable, presunción de inocencia, debido proceso. Arriba queda el vulgo, la miseria y la animadversión. El proceso penal, que debe servir para hacer la paz, en Colombia sirve para hacer más guerra.
Lo que quería Carnelutti en 1957 podemos quererlo ahora sin cambiar ni una sola palabra:
“(…) hacer del proceso penal un motivo de recogimiento en lugar de serlo de diversión. No vale oponer a esto que en torno a ese proceso se reúnen los hombres de ciencia; y que nada tienen que hacer los hombres de la calle. Los juristas, es cierto, lo estudian y aun lo deberían estudiar todavía mejor para conseguir que su mecanismo, delicado como ningún otro, se perfeccione; es este un problema con mucha más semejanza de la que pueda creerse respecto de los problemas de mecánica que resuelven los ingenieros; y también de esa semejanza debería darse cuenta la gente. Pero puesto que también los hombres de la calle se interesan en el proceso penal, resulta necesario que no lo confundan con un espectáculo cinematográfico, al cual se asiste para conseguir emociones. Pocos aspectos de la vida social afectan tanto como este a la civilidad”.
Lastimosamente, y para pesar mío: “Las togas de los magistrados y de los abogados se pierden actualmente entre la multitud. Son cada vez más raros los jueces que tienen la severidad necesaria para reprimir este desorden”.
¡Miresables!