Luis Jaime Salgar
Columnista Revista Alternativa
¿Sabía que mientras usted lee este artículo (unos 10 minutos), la nación gasta cerca de 30 millones de pesos correspondientes a los intereses de las sentencias, laudos y conciliaciones que las entidades estatales han omitido pagar de manera oportuna? En el término de un año -y ya no de los 10 minutos que toma leer esta nota- la cifra se estira a cerca de 1.5 billones. Solo en intereses.
El problema de la deuda de la nación por sentencias impagas viene de tiempo atrás y no ha hecho sino crecer de manera consistente durante los últimos 10 años. En 2011, el pasivo litigioso era de 900 mil millones de pesos, equivalentes al 0,1% del PIB. En 2021 llegó a 13,2 billones. El 1,1% del PIB de dicho año.
Hay al menos cuatro razones explican esta situación. Primera, las entidades estatales con frecuencia optan por restringir la cantidad de dinero que destinan para el pago de las obligaciones litigiosas a su cargo. Para sus directivos es siempre -o casi siempre- más seductor destinar los recursos para planes y proyectos que dan visibilidad a las gestiones que realizan, en lugar de hacerlo para honrar de manera espartana las condenas a su cargo. Más allá de unas disposiciones disciplinarias que suelen tener poca aplicación, no hay mecanismos institucionales de control fiscal que permitan identificar a las entidades y funcionarios que postergan injustificadamente el pago de las obligaciones litigiosas ni normas que sancionen tal conducta.
Segunda, una defectuosa asignación presupuestal. Los recursos que el presupuesto les reconoce a las entidades para atender las condenas son exiguos en comparación con el monto de las condenas que enfrentan. El Ministerio de Hacienda debe ser consciente de que el pasivo litigioso exige partidas adecuadas dada la dimensión que presenta actualmente y la tasa real de crecimiento que ha experimentado en la última década.
Tercera, un sistema de prevención del daño que aún presenta debilidades. La Agencia Nacional de Defensa Jurídica (ANDJE) comenzó hace seis años a hacerles seguimiento a las políticas que elaboran las entidades para controlar y mitigar las causas generadoras de daño antijurídico, pero aún hay camino por recorrer. La prevención del daño antijurídico es la única vía que permite darle una solución estructural al problema, pero es también el camino más largo. Exige, ante todo, un profundo cambio cultural. Más que procesos judiciales, las demandas contra el Estado son el resultado de acciones u omisiones que obedecen a su incapacidad de cumplir con sus fines, con su razón de ser. Salvo los casos promovidos por los avivatos de siempre, detrás de cada proceso judicial hay una persona a la que se le vulneró un derecho, se le negó injustificadamente la prestación de un servicio o se le dio un tratamiento contrario a la ley. Las políticas de prevención del daño antijurídico deber ser apuestas ambiciosas que busquen la transformación de la entidad en procura de mejorar los servicios a su cargo y de fortalecer sus funciones.
En la última administración se avanzó en la captura de datos y en la identificación de las fuentes de información que permiten tomar acciones preventivas oportunas en aras de reducir las demandas que se presentan cada año contra las entidades públicas del orden nacional. En esta esfera, los resultados saltan a la vista. En 2019 se admitieron 112.000 demandas en contra de las entidades nacionales. Tres años después, en 2022, hubo cerca de 90.000 admisiones. En todo caso, un número aún muy alto.
Por último, el crecimiento exponencial de la deuda litigiosa se explica a causa de la tasa de interés que le aplica. La norma que rige la materia (el artículo 195-4 del CPACA, para quienes lo quieran revisar) establece que las obligaciones litigiosas a cargo de Estado generan un interés equivalente DTF (actualmente en cerca del 14%) durante los primeros diez meses. A partir de allí, la tasa se dispara a la tasa de usura (hoy en día, en más del 44%). Es decir, luego de 10 meses, las sentencias, laudos y conciliaciones se convierten en unos títulos ejecutivos que tienen el respaldo de la nación, pero con la máxima tasa comercial autorizada.
Otra de las variables relevantes en este escenario es el plazo que toman las entidades en pagar sus obligaciones litigiosas: del orden de 30 meses para el caso de las que tienen mayor exposición judicial, de los cuales durante 20 se generan intereses al tipo máximo.
Miremos ahora cómo ha sido la evolución de la deuda litigiosa. Como se indicó arriba, en 2011 era de 900 mil millones; en 2018 ya iba en 8,1 billones, llegó a 13,2 billones en diciembre de 2021, tuvo un pico de 13,3 billones en el primer trimestre del año pasado y a partir de allí inició una senda descendente para terminar el 2022 en cerca de 6 billones, de los cuales más o menos 4 billones corresponden a las condenas y 2 billones a los intereses.
¿Qué pasó? En el segundo trimestre del año pasado la nación comenzó a implementar de manera consistente una política pública incluida en el Plan Nacional de Desarrollo del gobierno anterior, por medio de la cual se permitió al Ministerio de Hacienda y a las entidades deudoras hacer un canje de deuda litigiosa por deuda financiera.
En palabras simples, se trata de préstamos que les hace el Ministerio de Hacienda a las demás entidades nacionales para que puedan honrar aceleradamente las sentencias y conciliaciones a su cargo. La gracia del mecanismo consiste en que permite que el pasivo litigioso quede sujeto a la tasa de interés propia de las obligaciones financieras de la nación en lugar de hacerlo a la tasa de usura. Ahora bien, el Plan estableció, con buen juicio, que la figura tendría un carácter excepcional. El Ministerio de Hacienda no puede endeudarse permanentemente para apoyar a las entidades a atender sus obligaciones ordinarias, incluidas las litigiosas.
El problema radica en que, con una deuda de cerca de 6 billones de pesos y con las restricciones institucionales ya comentadas, es altamente probable que a la vuelta de tres o cuatro años la nación se encuentre de nuevo con un pasivo de 12 o 15 billones. El pronóstico no es infundado: entre 2017 y 2021 las obligaciones litigiosas de la nación se multiplicaron 2,8 veces al pasar de 4,7 billones a 13,2. Además, durante ese lapso la tasa promedio de usura fue del 27% o 28%, y no del 44% actual.
El riesgo de que la deuda de la nación por concepto de las obligaciones litigiosas impagas vuelva a crecer de manera exponencial es ostensible. Constituye además una situación que podría erosionar la estabilidad financiera del país. Más aún con la nueva tasa de usura.
Existe la tentación de sugerir una solución por vía de reforma normativa. En efecto, si el problema obedece, en parte, a la disposición legal que fija un interés manifiestamente desproporcionado para las obligaciones litigiosas, lo que habría que hacer consiste en modificar la norma. Más aún si se tiene en cuenta que así tarde incluso varios años en pagar las sentencias a su cargo, al final el Estado las honra (característica que lo diferencia de los deudores morosos de naturaleza particular cuya probabilidad de impago definitivo es, a todas luces, muy superior).
Desafortunadamente, esta alternativa es muy poco viable. Las sentencias de la Corte Constitucional sobre la materia han asimilado de manera consistente la situación del particular moroso con la del Estado moroso: si el particular se demora en pagarle al Estado, debe asumir una tasa moratoria de interés; si es el Estado quien incurre en esta misma omisión, deberá por lo tanto soportar el mismo tratamiento.
¿Qué hacer entonces? ¿Se encuentra el Estado avocado de manera necesaria a tener que sufragar la máxima tasa de interés por las sentencias, laudos y conciliaciones que no lograr cubrir oportunamente? Hay una figura que permitiría evitar esta restricción constitucional y que ayudaría al mismo tiempo a darles un respiro a las finanzas públicas, agobiadas por unas deudas litigiosas a veces inclementes. Consiste en autorizar a las entidades estatales para que suscriban contratos de intermediación financiera con unos agentes -que pueden o no tener la condición de entidades financieras vigiladas por la Superintendencia Financiera de Colombia– para que paguen a su nombre las obligaciones litigiosas a su cargo. La tasa de interés que el intermediario cobra a las entidades estatales por sus servicios quedaría fijada de antemano. El Plan Nacional de Desarrollo, próximo a iniciar su trámite en el Congreso, constituye el momento óptimo para estudiar la iniciativa.
El mecanismo propuesto tiene, al menos, tres ventajas específicas. Primera, facilita la liquidez requerida para el pago oportuno de las obligaciones litigiosas. Este beneficio es particularmente relevante para el caso de quienes demandan por acreencias de menores cuantías, que son las personas que mayor necesidad tienen de su dinero: el soldado o policía que se ha visto afectado por un ataque de alguno de los actores violentos, la persona a la que se le reconoce un reajuste pensional o la que ha sufrido un accidente por una carretera mal señalizada.
Segunda, permite que el Estado negocie el interés de las obligaciones litigiosas a su cargo, en vez de quedar atado a la tasa de usura que señala el CPACA. Con plena seguridad, habrá una gran cantidad de intermediarios interesados en prestar dinero con la garantía del Estado, y en hacerlo a una tasa significativamente inferior a la de usura. Más aún si para la selección del intermediario se acude a alguna fórmula competitiva, v.gr. licitación o subasta. De hecho, hoy existe un jugoso mercado de sentencias contra la nación. No hay ningún otro negocio lícito que ofrezca de manera consistente rendimientos comparables. No obstante, aunque lícita, se trata de una actividad que genera rendimientos astronómicos a cargo de todos los contribuyentes. Bien haría el Estado en introducir ajustes que restrinjan erogaciones así de desproporcionadas.
Tercera, ayuda a introducirle transparencia al pasivo litigioso de la nación. Como se señaló arriba, una de las razones que explica el problema radica en que las entidades tienen el incentivo de posponer el pago de las obligaciones litigiosas y de usar esos recursos para objetivos misionales. La suscripción de contratos de crédito ayudaría a darle visibilidad a la magnitud del pasivo litigioso.
En el escenario actual, una figura de este tipo podría permitir que la tasa que cobija la mayor parte del pasivo litigioso descienda del actual 44% que opera para la usura a una tasa razonable de mercado que podría del 17% o 18%. Se trata de una remuneración adecuada para unas obligaciones con respaldo de la nación, aunque -es necesario decirlo- sin una fecha cierta de pago. Son 26 o 27 puntos porcentuales que se dejarían de aplicar sobre un pasivo de unos 4 billones de pesos. Algo así como un billón de pesos de ahorros al año. Una cifra relevante, y más en tiempos de austeridad.