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Libros

El niño que perdió la guerra

Julia Navarro regresa con una emocionante novela sobre la identidad, el poder transformador de la cultura y la sinrazón de todos los totalitarismos

Portada 'El niño que perdió la guerra' de Julia Navarro.

Clotilde Sanz, una caricaturista que publica en diarios republicanos, asiste en Madrid a los últimos meses de la Guerra Civil. La caída de la República es inminente, por lo que Agustín, su marido, militante comunista que trabaja para los rusos, decide enviar a Moscú a su hijo Pablo, de tan solo cinco años, en contra de la voluntad de su madre. A pesar de la resistencia de Clotilde, que intenta con todas sus fuerzas que su hijo se quede con ella, no puede evitar que el comandante Borís Petrov emprenda un arriesgado viaje por una España en llamas para cumplir con el deseo de su camarada y ofrecer a Pablo la esperanza de un futuro mejor en la Unión Soviética, donde Stalin está levantando un nuevo país sobre las ruinas del antiguo régimen.

Pablo es recibido en Moscú por su nueva familia que, conmovida por su trágico exilio y la derrota republicana, acoge con afecto a ese niño exhausto y enfermo. Anya Petrova no dudará un segundo en cuidar de este como si fuese su propio hijo, sin hacer distinciones con Ígor, su hijo biológico. Pablo resultará tener una extraordinaria afinidad por esta madre adoptiva, junto a la que pasará muchos de los momentos más importantes de su vida.

Hija y esposa de dos orgullosos héroes de la Revolución —su padre luchó junto a Lenin, su marido a las órdenes de Stalin—, Anya ama la poesía y la música, aficiones sospechosas y burguesas a los ojos del poder. Pero ella no puede ni quiere dejar de componer versos, tocar el piano y seguir leyendo y preservando la obra de grandes escritores, entre los que destacan dos extraordinarias poetas rusas que, como ella, se niegan a rendirse ante la dictadura que proclama y obliga a alabar el nacimiento del “hombre nuevo”: Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva. Inmersa en un ambiente cada vez más opresivo y claustrofóbico, el espíritu de Anya se rebela contra la injusticia y la falta de libertad que la atenaza, causando la preocupación tanto de su padre como de su marido. Aun sintiéndose culpable por poner en peligro a su familia y a sus amados hijos, será incapaz de dejar de luchar contra las cadenas que le quieren imponer. Y esa será su batalla.

Julia Navarro / Foto: Juan Manuel Fernández

En España, pocos días antes de que acabe la guerra, Agustín fallece en el frente. Clotilde se muestra aún más decidida si cabe a encontrar a su hijo, pero nadie quiere hablar. El fin de la guerra ha impuesto una ley del silencio sobre los perdedores. Todos tienen miedo. Las denuncias son el salvoconducto para no entrar en la cárcel, para no morir... Y Clotilde, con sus caricaturas sobre el dictador, es un objetivo muy visible como para ignorarlo. El tiempo en prisión es enormemente terrible para una madre que ve cómo se aleja cada vez más la oportunidad de encontrar a su hijo.

Cuatro años descontados de una vida son una eternidad, pero Clotilde aún sigue sana y con fuerza la primera vez que sale de la cárcel. Y en la búsqueda de su hijo encuentra también el amor, más fraternal que pasional, necesario y cálido, de Enrique, que no solo se convertirá en su marido, también será su aliado, su refugio y la persona más decidida a cumplir el mayor deseo de Clotilde.

La vida en Rusia sigue para Pablo, quien, aún lejos de casa, se siente parte de esa nueva familia. De su segunda madre ha aprendido a amar la música y la poesía, lo que le lleva a acompañar a Anya a sus tertulias con escritores prohibidos por Stalin. Poco imagina que el deseo de enamorarse les condenará a los peores años de su vida. Delatados por unos ‘amigos’ —es difícil hallar lealtades en una dictadura—, Anya y él caen en una trampa que desemboca en el Gulag, uno de los infiernos sobre la Tierra. La misma suerte que correrá su padre adoptivo, Borís Petrov, el héroe caído en desgracia arrastrado por la inercia de su mujer.

Vidas paralelas en mundos que se dicen diferentes, pero que se parecen mucho más de lo que a nadie le gustaría. Y un niño, Pablo, que será uno más de los que perdió la guerra.

Julia Navarro sitúa su nueva novela en un especialmente convulso periodo histórico: los años de la Guerra Civil española y la dictadura de Franco, y los de una Unión Soviética convertida en la cárcel de un “hombre de acero”: Stalin. Dos dictadores que, desde extremos opuestos, cubrieron de cadenas la libertad de sus pueblos.

Frente a esos dictadores, estaban los que vencían el miedo para reivindicar su derecho a opinar, a pensar de un modo diferente. Gentes que se resistían a bajar la cabeza y resignarse, perdedores de la guerra que intentaron ganar la libertad. El niño que perdió la guerra es una narración dura y por momentos desgarradora en la que las voces de dos de las poetas rusas más relevantes de todos los tiempos.

—Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva—, que jamás se doblegaron a escribir al dictado del régimen, representan el poder arrollador de la palabra como bálsamo para sobrellevar el fanatismo. Ambas han estado muy presentes en la vida de Julia Navarro y siente por ellas una especial predilección, no solo por sus obras, también por sus biografías. “Las dos fueron víctimas del estalinismo, supervivientes en aquella noche oscura en la que solo la escritura les daba fuerzas para seguir viviendo. No se conocieron de cerca, pero se admiraron siempre con un sentimiento profundo de reconocimiento la una por la otra. Pero sobre todas las cosas las unió la poesía y el odio que Stalin sintió hacia ellas, un odio paranoide que le llevó a perseguirlas sin piedad”, explica la autora en su ensayo Una historia compartida. Tal es su admiración que las primeras palabras de la novela son un fragmento del Réquiem de Ajmátova, uno de los poemas que mejor ha dibujado el horror vivido durante la tiranía estalinista.

El desarraigo se dibuja también en esta novela como arma de destrucción masiva: borrar toda raíz social y familiar trasladando a la persona a un entorno hostil donde se desarrolle e intensifique esa pérdida del sentido vital y sociocultural. Aislar al individuo de toda noticia exterior. Hacerle creer que fuera de ese nuevo entorno ya no hay nada. Y que tampoco en el nuevo hay futuro. Se llamen gulags, campos de concentración franquistas, nazis, de exterminio, de trabajos forzosos, de internamiento..., los millones de personas que pasaron y siguen pasando por ellos solo pueden aferrarse a una esperanza. Una que Julia Navarro resume así en su novela: “...en aquellas cartas no había buenas noticias, solo la constatación de que fuera del gulag aún había quien le recordaba”. La demostración de que, incluso en los rincones más oscuros de la Historia, la vida se abre paso.

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