La DIAN ha tomado notoriedad por su intención de hacer cumplir las leyes tributarias de manera más implacable. Por ello, hemos escuchado las incautaciones en la madrugada de mercancía aparentemente de contrabando, la clausura de establecimientos comerciales que no han hecho el cambio a facturación electrónica y el llamado a más de 200 mil agentes retenedores que han omitido pagar, sea el Impuesto al Valor Agregado, sea el Impuesto al Consumo.
Nos repiten que los impuestos y la muerte son lo único seguro. Tal vez por ello no solo sea comprensible, sino también importante que la DIAN esté tomando este papel de hacer cumplir las reglas del juego.
No obstante, lo anterior no implica que no se pueda hacer una reflexión sobre el sistema tributario colombiano y las razones que pueden estar detrás de tanto incumplimiento.
El gobierno actual, en el tema de impuestos como en ningún otro, incluido el de la persecución al crimen, ha demostrado tener una posición punitiva. Le subyace una hipótesis según la cual en Colombia no hay cultura de tributación. Mejor dicho, que la gente no quiere pagar por tacaña o por hacerse la viva. Por ello, hay que disciplinar a la gente y eso solo se puede hacer a las malas. Puede ser cierto.
Dejemos de lado que eso pueda ser resultado del Estado ineficiente que tenemos o de la aberración de la corrupción. Dejemos de lado que los impuestos no solo pueden entenderse como un deber patriótico y de solidaridad, sino que también son intercambio de valor por valor: la gente paga, esperando ver en bienes y servicios, lo que le están quitando.
Dejemos de lado la indignación que genera saber que el dinero que tanto cuesta conseguir se va en lujos y usos suntuarios como los reflejados en los ya recurrentes escándalos de, por ejemplo, la primera dama, sus viajes y su séquito de maquilladores, entrenadores personales y amigos.
Decíamos que no tengamos en cuenta nada de eso. El Gobierno parece considerar que todo se reduce a una falta de cultura tributaria que el omnipotente Estado, por medio del castigo y la persecución, va a construir.
Pero también puede haber explicaciones alternativas. El sistema tributario colombiano se ha caracterizado por mucho tiempo por depender principalmente de los impuestos pagados por las empresas y de los impuestos al consumo.
En los últimos años, se ha intentado corregir esto y llevar a que el recaudo provenga mayoritariamente de los individuos, tal como sucede en los demás países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). En eso consistió el fracasado intento de reforma de Iván Duque en el 2021, la copia casi exacta de esa reforma en 2022 y la que ya anunciaron van a presentar en el segundo semestre de 2024. Otra característica es que el recaudo es muy bajo como porcentaje del PIB, en comparación con el resto de los países de esa misma organización.
Como el gobierno cree que la gente no paga impuestos porque es tacaña, no piensa en que los cambios pueden inducir a comportamientos no esperados y, en algunos casos, indeseables, desde el punto de vista del recaudo. Esto es, los resultados se pueden deber a los incentivos que el mismo sistema tributario ha generado. Históricamente, esto puede explicar por qué hay tanta informalidad empresarial, por ejemplo.
La transformación en un sistema tributario más dependiente de las personas naturales en un país con la estructura de ingresos como la colombiana solo llevará a la penalización del éxito económico y del trabajo, además de una sobreconcentración del recaudo en muy pocas personas, que, a pesar de tener altos ingresos para Colombia, no pueden ser consideradas personas ricas. ¿Cuántas personas en Colombia ganan más de 10 millones mensuales? ¿Ese nivel de ingresos permite considerar a los que lo disfrutan como personas acaudaladas?
Con este contexto, ¿cuáles pueden ser los incentivos para esas personas? Y ni hablar de lo injusto que resulta una sociedad en la que todo el mantenimiento y la actividad del Estado dependen de solo unos pocos ciudadanos.
Además de los incentivos, puede haber otros fenómenos, poco estudiados en el país, que permitan advertir sobre la aproximación punitiva del gobierno y su diagnóstico de la realidad. Uno de ellos es el de la pobreza oculta, que puede afectar en particular los impuestos a la propiedad y al patrimonio. Otro fenómeno es el de la relación ingresos-gastos de ciertos niveles sociales, así como de la carga financiera. Y ni hablar del impuesto por excelencia, la inflación, que, si bien afecta de manera desproporcionada a los más pobres, no quiere decir que no afecte a los demás ciudadanos.
Pero lo preferible en un gobierno de activistas y de reyes de las redes sociales son las explicaciones fáciles, únicas, simples y, claro está, la receta del castigo cuando de ciudadanos que trabajan se trata. Si fueran delincuentes, la aproximación sería de comprensión y condescendencia.