Al hablar de pornografía, muchas personas piensan automáticamente en videos explícitos. Sin embargo, la pornografía se manifiesta en múltiples formatos —como imágenes o textos— y se define por la representación de conductas eróticas explícitas con el fin de provocar excitación sexual. Actualmente, debido a los avances tecnológicos, la pornografía se ha multiplicado. Antes, se limitaba a revistas y materiales impresos, pero hoy en día es fácilmente accesible en Internet, lo que hace que su consumo sea casi inevitable.
Según Save the Children (2020), los y las adolescentes empiezan a ver pornografía a los 12 años y más de la mitad, se inspiran en esta para sus propias experiencias eróticas. Además, este consumo se centra mayoritariamente (98,5 %) en contenidos gratuitos online, basados principalmente en violencia y desigualdad (Save the Children, 2020).
La pornografía se está convirtiendo en la nueva educación sexual del siglo XXI. Según Wright (2018a), esta se ha convertido en la principal fuente de aprendizaje sobre sexualidad y de la construcción de la identidad sexual en menores y jóvenes. El porno retrata prácticas violentas, donde las mujeres son cosificadas y tratadas de manera denigrante. No refleja la diversidad de cuerpos, sino que promueve imágenes que se ajustan a los estereotipos de género, generando expectativas irreales sobre las relaciones eróticas, tanto en términos físicos como emocionales. No muestra una negociación del consentimiento en la pantalla, no muestra el uso del preservativo y además, el placer se enfoca en el hombre. Los cuerpos que presenta, junto con la desigualdad que refleja en las dinámicas de poder y las violencias sexuales representadas, no reflejan la realidad de una relación íntima consensuada, igualitaria y respetuosa.
Como resultado, muchas personas jóvenes experimentan baja autoestima, frustración e insatisfacción, con ideas distorsionadas sobre el placer, el consentimiento y las relaciones saludables. Es crucial recordar que la pornografía es una representación ficcional de la sexualidad, creada para entretener, no para educar. Las escenas que muestra no reflejan la complejidad de las relaciones eróticas en la vida real ni enseñan sobre la comunicación emocional o la intimidad genuina.
Esto puede desensibilizar a quienes la consumen, llevándolos a buscar contenido más extremo y violento para alcanzar la misma excitación sexual, lo cual afecta negativamente la respuesta sexual.
Este impacto puede manifestarse en disfunciones sexuales, tales como la falta de deseo o dificultades para llegar al orgasmo. Por lo tanto, es esencial contar con una educación sexual integral que promueva una visión realista, respetuosa y consensuada de la sexualidad.
Desde una perspectiva de género, la pornografía refuerza estereotipos que retratan a las mujeres como objetos de placer y a los hombres como figuras dominantes y controladoras. Además, representa las relaciones eróticas dentro de un sistema binario, invisibilizando a las personas no binarias y excluyendo la diversidad de identidades y relaciones presentes en el colectivo LGBTIQ+ (lesbianas, gays, bisexuales, trans, intersexuales, queer, entre otros).
Esta representación perpetúa ideas machistas, imponiendo roles de género rígidos que limitan tanto a hombres como a mujeres, y dejan fuera a quienes no encajan en estos moldes tradicionales. Como resultado, se promueven relaciones sexuales desiguales que no fomentan el respeto mutuo ni la conexión emocional, alimentando dinámicas de poder y violencia. Los efectos en la salud mental son otro punto clave, especialmente cuando no se combina con una educación sexual adecuada o se utiliza de manera compulsiva.
El consumo frecuente de pornografía, se ha asociado con mayores niveles de ansiedad y depresión (Wright, 2018b). Al buscar consuelo o evasión a través de la pornografía, algunas personas pueden desarrollar una dependencia emocional, lo que contribuye al deterioro de sus relaciones sociales y su bienestar general (Flack, Vescan, & Caudwell, 2023).
Además, cuando el porno reemplaza interacciones reales o la construcción de relaciones significativas, la persona puede terminar aislándose y sintiéndose sola. Sobre esto, Flack, Vescan y Caudwell (2023) afirman que el uso problemático de la pornografía se asocia a dificultades para regular las emociones y a la soledad.
Finalmente, la desconexión entre la sexualidad real y la ficticia puede generar frustración y baja autoestima, ya que las expectativas creadas por el contenido pornográfico son difíciles o imposibles de cumplir en la vida cotidiana. Por ejemplo, en el caso de la autoimagen, la exposición a cuerpos considerados “perfectos” en pantalla —tanto a nivel físico como funcional— puede ejercer una presión abrumadora sobre los hombres para cumplir con estándares inalcanzables. Al mismo tiempo, las mujeres pueden experimentar inseguridad y temor a no ser deseadas o a no sentirse suficientes, debido a la cosificación de sus cuerpos en estas representaciones.
En conclusión, la pornografía se ha convertido en una fuente problemática de educación sexual que distorsiona la realidad y perpetúa estereotipos de género, afectando la salud mental y sexual de las personas, especialmente de los y las jóvenes. Su representación de relaciones desiguales y cosificadas genera expectativas irreales, contribuyendo a problemas como la baja autoestima y la ansiedad. Por ello, es crucial implementar una educación sexual integral que promueva una visión realista y consensuada de la sexualidad, fomentando relaciones respetuosas y saludables.