Para ese día está fijada la elección presidencial, que el mundo ve como una farsa montada por Daniel Ortega y Rosario Murillo para quedarse en el poder, tras apresar o exiliar a la verdadera oposición.
Por Catalina Gallo
Periodista
El día de esta entrevista, Ruth Elizabeth Martínez Ortiz está haciendo las compras para dejárselas en la cárcel a su hermano Norlan José Cárdenas Ortiz, preso político en Nicaragua desde hace 23 meses.
El 30 de noviembre de 2019 la policía entró a su casa en Masaya, municipio a 28 kilómetros de Managua, la capital, buscando a José Isaías Ugarte, alias Chabelo, líder opositor, y se llevó a Norlan y a su padre. Chabelo huyó y fue asesinado al día siguiente.
A Norlan, de 33 años, lo acusaron de obstrucción de funciones, intento de homicidio frustrado en contra de dos policías, posesión ilegal de armas restringidas AK-47 y, en la sentencia final del juicio, le agregaron el cargo de posesión y fabricación de artefactos explosivos. Lo condenaron a siete años de prisión.
Ruth va a comprar aceite, limón, pan, salchichón, queso, fríjoles y otros alimentos, porque –dice– donde está preso su hermano tiene acceso a una cocina, pero también porque esos alimentos son su carta de seguridad. Al compartirlos con los reos comunes ‘compra’ que no le hagan daño.
El viernes siguiente, Ruth tiene programada la visita para ver a su hermano. No sabe si se la van a permitir, pues, aunque la ley establece que se pueden hacer cada 15 días, no siempre la cumplen. No sabe cómo lo va a encontrar. Le contaron que esta semana, en una requisa al interior de la cárcel, un guardia golpeó a un preso político y los demás, incluido su hermano, se manifestaron.
Cuenta que a él lo han torturado. Cuando lo pudo ver en diciembre, después del “secuestro” –así define el encarcelamiento de su hermano– estaba golpeado, con moretones. En sus muñecas tenía marcas de las esposas que no le quitaban en la celda de máxima seguridad, donde no sabía si era de día o de noche y le hacían hasta 11 interrogatorios al día. También comenta que lo metían boca abajo en un barril con agua helada.
“En Nicaragua, no tenemos derecho a salir, a protestar, a oponernos, porque a todos los que lo intentan los mandan presos bajo delitos que ellos fabrican”.
Su padre también fue torturado. Lo soltaron 10 días después de haberlo retenido sin explicación alguna, con un coágulo en el ojo y con problemas de audición por los golpes. Ahora no sale de la casa y la familia tiene miedo de que se lo vuelvan a llevar, como ya ha sucedido con otras personas relacionadas con el “caso Chabelo”, como se conoce.
Según cifras de la organización Presas y Presos Políticos de Nicaragua, desde el 18 de abril de 2018 han sido retenidos 145 activistas y 10 más lo estaban desde antes de esa fecha, tristemente recordada como el estallido, cuando los nicaragüenses protestaron por las reformas a la seguridad social y el gobierno los reprimió causando más de 300 muertes.
Desde entonces el descontento social se mantiene. Una encuesta realizada por la firma costarricense Cid Gallup, entre el 14 septiembre y el 4 de octubre pasados, reveló que el 69 % de los nicaragüenses consultados desaprueba a Daniel Ortega, 23 puntos porcentuales más que el resultado arrojado por el sondeo hecho en mayo de este año. Y no solo por la situación política sino por una crisis económica que empezó hace tres años con las protestas y se agravó con la pandemia.
Ortega lideró la revolución sandinista contra la dictadura de Anastasio Somoza y coordinó la junta de gobierno entre 1981 y 1984. Entre el año siguiente y 1990 fue presidente y volvió al poder en enero de 2007. Lleva dos reelecciones y 15 años gobernando, y tendría cinco más desde enero.
Él y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, se encargaron de sacar del camino a los líderes opositores más fuertes, quienes han sido retenidos, amenazados e incluso asesinados. Otros están en el exilio.
El mismo sondeo de la consultora costarricense mostró que, si hubiera un candidato único de la oposición, este recibiría el 67 % de los votos. Pero no lo habrá porque a los partidos más fuertes, el Conservador, el de Restauración Democrática y Ciudadanos por la Libertad, les hicieron retirar la personería jurídica, para que no pudieran participar. Y los que sí tendrán binomios en el tarjetón presidencial junto al de Ortega-Murillo son agrupaciones insignificantes que la oposición define como colaboracionistas.
El portavoz del Departamento de Estado de Estados Unidos, Ned Price, dijo que en Nicaragua “el proceso electoral ha perdido toda credibilidad y es ya una conclusión inevitable que Ortega se asegurará de que las elecciones de noviembre sean una farsa”.
La Unión Europea, que aún mantiene relaciones con un régimen parecido como lo es el venezolano, se ha expresado en el mismo sentido. Su encargado de relaciones exteriores, Josep Borrell, ha dicho que “a los nicaragüenses se les ha despojado del derecho humano y del derecho civil básico de votar en elecciones creíbles, inclusivas y transparentes” y ha exigido a Ortega y a Murillo “cesar su espiral autocrática”.
Ruth no sabe qué pueda pasar con los presos políticos el día de las elecciones; siente temor por lo que pueda suceder en la cárcel donde está retenido su hermano; de lo único que está segura es de que el “dictador” hará cumplir su voluntad en las urnas.
Lo peor es que no ve solución a corto plazo para la situación: “En Nicaragua, no tenemos derecho a salir, a protestar, a oponernos, porque a todos los que lo intentan los mandan presos bajo delitos que ellos fabrican. El 7 de noviembre será un día de luto y dolor”.
Sergio Ramírez, de compañero de lucha a enemigo
Daniel Ortega va a cumplir 76 años en este noviembre y el escritor Sergio Ramírez llegará a los 80 en el próximo año. Pertenecen a la misma generación y tienen en común haber sido las figuras más visibles de la revolución que les quitó Nicaragua a los Somoza, después de más de 50 años de tiranía.
Fueron compañeros y también aliados políticos. Ramírez fue vicepresidente de Ortega durante su primer gobierno entre 1985 y 1990, cuando el partido sandinista, el FMLN, fue derrotado y poco a poco cayó enteramente en manos de Ortega y su esposa, Rosario Murillo. Ramírez se transformó en voz crítica del orteguismo y fue expulsado como otros disidentes.
El escritor se volvió incómodo, pero su presencia fue tolerable hasta que las protestas de 2018 llevaron a Ortega a promover un paquete de leyes para cercar a la oposición y a potenciales rivales. Leyes contra quienes reciban recursos del exterior, contra quienes difundan cualquier información considerada peligrosa para el gobierno, contra los partidos que denuncien a la dictadura.
Con esas herramientas, una veintena de líderes fueron detenidos y otros más terminaron en el exilio, como Ramírez, quien en su más reciente novela, Tongolele no sabía bailar, denuncia los abusos de Ortega. Cuando la Fiscalía orteguista emitió la orden para detenerlo por «conspirar» e «incitar al odio», Ramírez estaba en el exterior. “El exilio es un hecho muy doloroso para quien lo sufre, pero bueno, la única manera de romper con el exilio sería regresar y exponerme a ir a la prisión, con toda seguridad», dijo Ramírez en una reciente entrevista con Europa Press en España.
El escritor no se siente en condiciones de vivir lo mismo que han padecido prisioneros políticos, según lo que se ha sabido, quienes están en las peores condiciones y sometidos a torturas psicológicas. «A muchos de ellos no les apagan la luz eléctrica en ningún momento, están mal alimentados, sin medicamentos», por lo que «algunos están sufriendo mucho esta tortura», denunció el escritor.
El otro drama –manifestó– es el de los exiliados. «Hay 40.000 personas que han salido desde mayo pasado, que tienen que buscar oportunidades de sobrevivir en otras partes».
Más que un perseguido político, Ramírez se siente un «condenado político» porque le han acusado de «muchísimos delitos», lo que probablemente hará que regresar a Nicaragua sea una posibilidad solo si hay «un cambio profundo” hacia la libertad y la democracia real.
A pesar de la situación en la que se encuentra, el autor no se ha arrepentido de nada de lo que ha escrito. Ramírez dijo que para escribir uno tiene que «suponer que ese libro nunca va a ser leído». «Parece que esa es la forma de escribir sin ponerle encima la losa autodestructiva de la autocensura», puntualizó.
Elaborado con información de Europa Press