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Europa

El ¿imparable? auge de la extrema derecha en Europa

En contra del lema que tanto han repetido los gobiernos y los movimientos cosmopolitas —no dejar a nadie atrás—, la realidad muestra el agravamiento de las brechas de desigualdad dentro de los países desarrollados y entre diferentes regiones

Inmigrantes en Málaga (España) / Foto: Shutterstock

La avalancha resulta incuestionable. Si primero fue un campo apenas habitado por Jean-Marie Le Pen y su Frente Nacional (creado en 1972), hoy sus sucesores se han actualizado y multiplicado hasta el punto de que en 2020 la extrema derecha ya tenía representación en cinco gobiernos nacionales de la Unión Europea (UE) y en 22 de los parlamentos nacionales de los Veintisiete.

Las recientes elecciones al Parlamento Europeo han reconfirmado su auge, echando por tierra los cálculos de quienes pensaban que esa corriente política había alcanzado ya su techo. Por el contrario, ahora suponen el 28,47 % de los escaños y cuentan con tres grupos parlamentarios a la derecha del Partido Popular Europeo (Patriotas por Europa, Conservadores y Reformistas Europeos y Europa de las Naciones Soberanas).

Y, entretanto, en el resto de países europeos no miembros de la UE también se registra un notable auge de los movimientos populistas, xenófobos y abiertamente racistas, completando un escenario que oscurece el panorama de las democracias liberales frente a regímenes y personajes cada vez más orgullosamente autoritarios y antidemócratas.

Un crecimiento, en definitiva, del que se pueden rastrear las razones que lo alimentan, pero ante el que resulta mucho más difícil definir la estrategia adecuada para hacerle frente e, idealmente, volver a reducirlo a su mínima expresión.

Un crecimiento, asimismo, que asusta tanto por lo que nos enseña la historia del pasado siglo, con Adolf Hitler como máxima expresión del delirio ultranacionalista, racista y violento, como por lo que dicen y hacen actualmente sus responsables políticos en su intento de imponer su dictado.

Para ello, a diferencia del primitivo Le Pen, sus actuales dirigentes han aprendido a modular su discurso para resultar más atractivos, o menos inquietantes, emplear los medios de comunicación y las redes sociales con demostrada maestría y, sobre todo, aprovechar los errores y las deficiencias de unas fuerzas políticas tradicionales que van perdiendo representatividad a la carrera entre unas opiniones públicas cada día menos dispuestas a soportar la pérdida de unos niveles de bienestar y de seguridad que creían garantizados para siempre.

158 inmigrantes llegando a Gran Canaria (España) / Foto: EFE

La tendencia es más antigua, pero el estallido de la crisis económica de 2008 y posteriormente la pandemia han sido probablemente los factores que más han contribuido al crecimiento de estos grupos. En contra del lema que tanto han repetido los gobiernos y los movimientos cosmopolitas —no dejar a nadie atrás—, la realidad muestra el agravamiento de las brechas de desigualdad dentro de los países desarrollados y entre diferentes regiones, de tal modo que son muchos los que se sienten abandonados y no representados por los partidos y los gobiernos tradicionales —tanto conservadores liberales como socialdemócratas—.

La desigual globalización en la que estamos sumidos no ha sido capaz de garantizar los niveles de bienestar y seguridad propios de sociedades desarrolladas que puedan mirar al futuro con optimismo, confiados en que el sistema vigente es capaz de resolver sus problemas y atender sus demandas.

Es justo en ese punto en el que los movimientos populistas cobran atractivo, tanto en su vertiente de crítica contra dicho sistema como en su condición de supuesta alternativa de gobierno. Basan sus opciones tanto en el descontento de quienes se sienten olvidados y maltratados, como en un discurso directo que promete falsamente soluciones inmediatas a todo tipo de problemas, por muy complejos que sean.

Así, en medio de una acusada falta de voluntad por parte de gobiernos y partidos anclados en un statu quo que hace aguas por doquier, a corto plazo estos movimientos van logrando atraer no solamente a unas élites desconectadas de la realidad social que les rodea, sino, más sorprendentemente, a una clase trabajadora y a una clase media cada vez más precarizada.

Hay en ese gesto mucho más de rechazo a lo conocido, ante la innegable falta de voluntad de quienes hasta ahora han ocupado las instancias de poder para cambiar sus esquemas respondiendo mejor a las demandas de unas poblaciones crecientemente indignadas, que de verdadero convencimiento de que la alternativa que ofrecen estos grupos de extrema derecha sea realmente efectiva.

Y lo peor, probablemente, aún esté por venir. Por un lado, los beneficiarios netos del sistema vigente no parecen capaces de cambiar y de ofrecer algo mejor a sus potenciales votantes; mientras con su actitud, que incluye la copia de actitudes y comportamientos hasta ayer propios exclusivamente de los extremistas, normalizan planteamientos que hace nada resultaban aberrantes.

Por otro lado, dichos extremistas están llevando a cabo un cambio de estrategia. Si antes se presentaban abiertamente como antieuropeístas, o al menos euroescépticos, acusando a la UE de todos los males y apostando por su destrucción, ahora han decidido, siguiendo al húngaro Viktor Orban, entrar en el juego de Bruselas, con la clara intención de reconfigurar el proyecto europeo al servicio de su visión ultranacionalista. Una visión que incluye una política de inmigración y asilo mucho más dura que la actual, el negacionismo sobre el cambio climático, un recorte de derechos y libertades en aras de una imaginaria mayor seguridad y un regreso a posiciones soberanistas anacrónicas, dada la insuficiencia de medios de cualquiera de los Estados europeos para hacer frente en solitario a los desafíos que definen nuestro presente y futuro.

Ni el orden internacional —supuestamente basado en normas de obligado cumplimiento, pero donde las dobles varas de medida abundan por doquier—, ni el modelo occidental —con la democracia parlamentaria y la economía de mercado como pilares básicos— parecen adecuados para responder a las exigencias de la población y tampoco para evitar que lo que hace poco parecía inconcebible, como un gobierno de extrema derecha en algún país europeo (empezando por Francia), sea otra vez real.

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