El presidente Gustavo Petro erró al nombrar a Daniel Mendoza como embajador de Colombia ante el Reino de Tailandia. Pero no porque Mendoza carezca de principios o experiencia en política exterior—eso, al fin y al cabo, es casi un requisito menor en este gobierno. Petro erró porque, según los estándares que él mismo ha establecido, Daniel Mendoza no merecía una embajada. Merecía la cancillería.
En el gobierno Petro, el tacto y estricto cumplimiento del protocolo fueron reemplazados por twitter, el resentimiento, y la ira. La diplomacia al estilo Petro no estrecha manos, las muerde. Por ello, ¿quién mejor que el creador de Matarife para ser el rostro de nuestra diplomacia global? Quizá si Petro le hubiese ofrecido la cancillería y no una embajada en Tailandia, Daniel Mendoza no habría dejado pasar la oportunidad de entrar a la diplomacia y representar la visión del mundo del presidente Petro.
Un “canciller matarife” habría dejado al gobierno Petro por lo más alto y al país por lo más bajo. Daniel Mendoza hubiera sido el complemento perfecto para la narrativa del cambio que el presidente Petro tanto pregona. Habría ondeado una nueva tricolor en las 117 misiones diplomáticas que Colombia tiene al rededor del mundo, según el Índice de Diplomacia del Instituto Lowy, ubicado en Sydney, Australia. Por su opuesto que no hablo de la tricolor tradicional, amarillo, azul y rojo, sino de la azul, blanco y rojo, adornada con la letra “M”, el número 19 y un guion en el medio.
Un canciller matarife habría desempacado con orgullo en Caracas para asistir a la toma de posesión de Nicolás Maduro, ignorando por completo lo que pensaran los colombianos, incluso los que votaron por Petro, o vieron Matarife en YouTube.
Daniel Mendoza también habría defendido con firmeza el fraude electoral de la dictadura venezolana, sin los tibios rodeos diplomáticos que vimos en el presidente Petro y el Canciller Murillo.
Un canciller matarife habría acabado con Thomas Greg & Sons, con las agregadurías militares y hubiese vendido todas las residencias de sus embajadores porque el presidente Petro considera, como él, que esas casas y apartamentos son ostentosos y reflejan la élite colombiana que Petro y Mendoza tanto odian.
En su papel de canciller, Daniel Mendoza también habría encontrado tiempo para reactivar su membresía en el Club El Nogal, pero solo para exponer en el gran salon del piso 7mo una serie de fotografías con sus tuits. Los mismos en los que arremete contra la dignidad de las mujeres y niñas colombianas.
La exhibición, eso sí, se presentaría en fechas emblemáticas como el el 9 de noviembre, Día Mundial para la Prevención del Abuso Sexual Infantil, y el 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.
Porque si de algo estoy seguro es que Mendoza en el estándar que ha fijado este gobierno, no solo es un gran escritor, sino que está hecho para la diplomacia. Para la muestra sus trinos sexualizados que, según él, son meros extractos de su “novela” el “Diablo es Dios”.
En el Palacio de San Carlos, Mendoza hubiese condecorado a Benedetti no por su “excelente gestión” como embajador en Venezuela, y ante la FAO, sino por su “ejemplar trato” a las mujeres.
Mendoza, seguramente, también habría impuesto la visa al Reino Unido, pero no por el principio reciprocidad, sino por tratarse de le elite mundial y un país un rico. Recordemos que para este gobierno la lucha no es contra los corruptos, ni los criminales, o los terroristas, sino contra los empresarios, y la gente que con tanto trabajo ha construido un capital, y un país.
Ser embajador de Colombia es un honor reservado para pocos. Pero ser canciller, el jefe de la diplomacia nacional, es una dignidad suprema. Bajo los estándares del gobierno Petro, sin embargo, esa dignidad parece diluirse entre personajes cuyas credenciales se miden más por su capacidad de dividir y polarizar que por su compromiso con el servicio público.
El error del presidente Petro al nombrar a Mendoza no está en haberle dado una embajada; está en no haber reconocido en él el reflejo perfecto de su nueva diplomacia. Una diplomacia que no busca construir, sino destruir. Una diplomacia que no acerca, sino que aísla.
Tal vez sea mejor así. Quizá Colombia no esté preparada para un canciller matarife que eleve la diplomacia del caos a una política de Estado. Pero si algo está claro es que este gobierno no deja de sorprendernos. Y en ese sentido, Daniel Mendoza no necesita una embajada para ser la representación simbólica de la política exterior colombiana: el resentimiento no necesita pasaporte, mucho menos uno diplomatico.
Faltan 452 días para elegir un nuevo Congreso y 529 para elegir un nuevo presidente. La cuenta regresiva continúa.